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Hijos de zanches


Enviado por   •  8 de Noviembre de 2015  •  Práctica o problema  •  10.591 Palabras (43 Páginas)  •  123 Visitas

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LOS HIJOS DE SANCHEZ

INTRODUCCION

Este libro trata de una familia pobre de la ciudad de México: Jesús Sánchez, el padre, de cincuenta años de edad, y sus cuatro hijos: Manuel, de treinta y dos años; Roberto, de veintinueve; Consuelo, de veintisiete; y Marta, de veinticinco. Me propongo ofrecer al lector una visión desde adentro de la vida familiar, y de lo que significa crecer en un hogar de una sola habitación, en uno de los barrios bajos ubicados en el centro de una gran ciudad latinoamericana que atraviesa por un proceso de rápido cambio social y económico. En el siglo XIX, cuando las ciencias sociales todavía estaban en su infancia, el trabajo de registrar los efectos del proceso de la industrialización y la urbanización sobre la vida personal y familiar quedó a cargo de novelistas, dramaturgos, periodistas y reformadores sociales. En la actualidad, un proceso similar de cambio cultural tiene lugar entre los pueblos de los países menos desarrollados, pero no encontramos ninguna efusión comparable de una literatura universal que nos ayudaría a mejorar nuestra comprensión del proceso y de la gente. Y, sin embargo, la necesidad de tal comprensión nunca ha sido más urgente, ahora que los países menos desarrollados se han convertido en una fuerza principal en el escenario mundial. En el caso de las nuevas naciones africanas que surgen de una tradición tribal y cultural no literaria, la escasez de una gran literatura nativa sobre la clase baja no es sorprendente. En México y en otros países latinoamericanos donde ha existido una clase media de la cual surgen la mayor parte de los escritores, esta clase ha sido muy reducida. Además, la naturaleza jerárquica de la sociedad mexicana ha inhibido cualquier comunicación profunda a través de las líneas de clase. Otro factor más en el caso de México ha sido la preocupación, tanto de escritores como de antropólogos, con su problema indígena, en detrimento de los habitantes pobres de las ciudades. Esta situación presenta una oportunidad única para las ciencias sociales y particularmente para la antropología de salvar la brecha y desarrollar una literatura propia. Los sociólogos, que han sido los primeros en estudiar los barrios bajos urbanos, ahora concentran su atención en los suburbios, pero descuidando relativamente a los pobres. En la actualidad, aun la mayor parte de los novelistas están tan ocupados sondeando el alma de la clase media que han perdido el contacto con los problemas de la pobreza y con las realidades de un mundo que cambia. Como ha dicho recientemente C. P. Snow: «A veces temo que la gente de los países ricos haya olvidado a tal punto lo que quiere decir ser pobre que ya no podemos sentir o conversar con los menos afortunados. Debemos aprender a hacerlo.» Son los antropólogos, por tradición los voceros de los pueblos primitivos en los rincones remotos del mundo, quienes cada vez más dedican sus energías a las grandes masas campesinas y urbanas de los países menos desarrollados.Estas masas son todavía desesperadamente pobres a pesar del progreso social y económico del mundo en el siglo pasado. Más de mil millones de personas en setenta y cinco naciones de Asia, África, América Latina y Cercano Oriente tienen un ingreso promedio por persona de menos de doscientos dólares anuales, en comparación con los más de dos mil dólares, que privan en los Estados Unidos. El antropólogo que estudia el modo de vida en estos países ha llegado a ser, en efecto, el estudiante y el vocero de lo que llamo cultura de la pobreza. Para los que piensan que los pobres no tienen cultura, el concepto de una cultura de la pobreza puede parecer una contradicción. Ello parecería dar a la pobreza una cierta dignidad y una cierta posición. Mi intención no es ésa. En el uso antropológico el término cultura supone, esencialmente, un patrón de vida que pasa de generación en generación. Al aplicar este concepto de cultura a la comprensión de la pobreza, quiero atraer la atención hacia el hecho de que la pobreza en las naciones modernas no es sólo un estado de privación económica, de desorganización, o de ausencia de algo. Es también algo positivo en el sentido de que tiene una estructura, una disposición razonada y mecanismos de defensa sin los cuales los pobres difícilmente podrían seguir adelante. En resumen, es un sistema de vida, notablemente estable y persistente, que ha pasado de generación a generación a lo largo de líneas familiares. La cultura de la pobreza tiene sus modalidades propias y consecuencias distintivas de orden social y psicológico para sus miembros. Es un factor dinámico que afecta la participación en la cultura nacional más amplia y se convierte en una subcultura por sí misma. La cultura de la pobreza, tal como se define aquí, no incluye a los pueblos primitivos cuyo retraso es el resultado de su aislamiento y de una tecnología no desarrollada, y cuya sociedad en su mayor parte no está estratificada en clases. Tales pueblos tienen una cultura relativamente integrada, satisfactoria y autosuficiente. Tampoco la cultura de la pobreza es sinónimo de clase trabajadora, proletariado o campesinado, conglomerados que varían mucho en cuanto a situación económica en el mundo. En los Estados Unidos, por ejemplo, la clase trabajadora vive como una élite en comparación con las clases trabajadoras de los países menos desarrollados. La cultura de la pobreza sólo tendría aplicación a la gente que está en el fondo mismo de la escala socioeconómica, los trabajadores más pobres, los campesinos más pobres, los cultivadores de plantaciones y esa gran masa heterogénea de pequeños artesanos y comerciantes a los que por lo general se alude como el lumpen-proletariado. La cultura o subcultura de la pobreza nace en una diversidad de contextos históricos. Es más común que se desarrolle cuando un sistema social estratificado y económico atraviesa por un proceso de desintegración o de sustitución por otro, como en el caso de la transición del feudalismo al capitalismo o en el transcurso de la revolución industrial. A veces resulta de la conquista imperial en la cual los conquistados son mantenidos en una situación servil que puede prolongarse a lo largo de muchas generaciones.También puede ocurrir en el proceso de destribalización, tal como el que ahora tiene lugar en África, donde, por ejemplo, los migrantes tribales a las ciudades desarrollan «culturas de patio» notablemente similares a las vecindades de la ciudad de México. Tendemos a considerar tal situación de los barrios bajos como fases de transición o temporales de un cambio cultural drástico. Pero éste no es necesariamente el caso, porque la cultura de la pobreza con frecuencia es una situación persistente aun en sistemas sociales estables. Ciertamente, en México ha sido un fenómeno más o menos permanente desde la conquista española de 1519, cuando comenzó el proceso de destribalización y se inició el movimiento de los campesinos hacia las ciudades. Sólo han cambiado las dimensiones, la ubicación y la composición de los barrios bajos. Sospecho que en muchos otros países se han estado operando procesos similares. Me parece que la cultura de la pobreza tiene algunas características universales que trascienden las diferencias regionales, rurales-urbanas y hasta nacionales. En mi anterior libro, Antropología de la pobreza (Fondo de Cultura Económica, 1961), sugerí que existían notables semejanzas en la estructura familiar, en las relaciones interpersonales, en las orientaciones temporales, en los sistemas de valores, en los patrones de gasto y en el sentido de comunidad en las colonias de la clase media en Londres, Glasgow, París, Harlem y en la ciudad de México. Aunque éste no es el lugar de hacer un análisis comparativo extenso de la cultura de la pobreza, me gustaría elaborar algunos de estos rasgos y otros más, a fin de presentar un modelo conceptual provisional de esta cultura, basado principalmente en mis materiales mexicanos. En México la cultura de la pobreza incluye por lo menos la tercera parte, ubicada en la parte más baja de la escala, de la población rural y urbana. Esta población se caracteriza por una tasa de mortalidad relativamente más alta, una expectativa de vida menor, una proporción mayor de individuos en los grupos de edad más jóvenes y, debido al trabajo infantil y femenil, por una proporción más alta en la fuerza trabajadora. Algunos de esos índices son más altos en las colonias pobres o en las secciones pobres de la ciudad de México que en la parte rural del país considerado en su conjunto. La cultura de la pobreza en México es una cultura provincial y orientada localmente. Sus miembros sólo están parcialmente integrados en las instituciones nacionales y son gente marginal aun cuando vivan en el corazón de una gran ciudad. En la ciudad de México, por ejemplo, la mayor parte de los pobres tienen un muy bajo nivel de educación y de alfabetismo, no pertenecen a sindicatos obreros, no son miembros de un partido político, no participan de la atención médica, de los servicios de maternidad ni de ancianidad que imparte la agencia nacional de bienestar conocida como Seguro Social, y hacen muy poco uso de los bancos, los hospitales, los grandes almacenes, los museos, las galerías artísticas y los aeropuertos de la ciudad. Los rasgos económicos más característicos de la cultura de la pobreza incluyen la lucha constante por la vida, periodos de desocupación y de subocupación, bajos salarios, una diversidad de ocupaciones no calificadas, trabajo infantil, ausencia de ahorros, una escasez crónica de dinero en efectivo, ausencia de reservas alimenticias en casa, el sistema de hacer compras frecuentes de pequeñas cantidades de productos alimenticios muchas veces al día a medida que se necesitan, el empeñar prendas personales, el pedir prestado a prestamistas locales a tasas usurarias de interés, servicios crediticios espontáneos e informales (tandas) organizados por vecinos, y el uso de ropas y muebles de segunda mano. Algunas de las características sociales y psicológicas incluyen el vivir incómodos y apretados, falta de vida privada, sentido gregario, una alta incidencia de alcoholismo, el recurso frecuente a la violencia al zanjar dificultades, uso frecuente de la violencia física en la formación de los niños, el golpear a la esposa, temprana iniciación en la vida sexual, uniones libres o matrimonios no legalizados, una incidencia relativamente alta de abandono de madres e hijos, una tendencia hacia las familias centradas en la madre y un conocimiento mucho más amplio de los parientes maternales, predominio de la familia nuclear, una fuerte predisposición al autoritarismo y una gran insistencia en la solidaridad familiar, ideal que raras veces se alcanza. Otros rasgos incluyen una fuerte orientación hacia el tiempo presente con relativamente poca capacidad de posponer sus deseos y de planear para el futuro, un sentimiento de resignación y de fatalismo basado en las realidades de la difícil situación de su vida, una creencia en la superioridad masculina que alcanza su cristalización en el machismo, o sea el culto de la masculinidad, un correspondiente complejo de mártires entre las mujeres y, finalmente, una gran tolerancia hacia la patología psicológica de todas clases. Algunos de los rasgos arriba enunciados no están limitados a la cultura de la pobreza en México, sino que también se encuentran entre las clases medias y superiores. Sin embargo, es la modelación peculiar de estos rasgos lo que define la cultura de la pobreza. Por ejemplo, en la clase media, el machismo se expresa en términos de hazañas sexuales y en forma del complejo de Don Juan, en tanto que en la clase baja se expresa en términos de heroísmo y de falta de temor físico. De manera similar, entre la clase media la ingestión de bebidas alcohólicas es una afabilidad social, en tanto que entre la clase baja el emborracharse tiene funciones múltiples y diferentes: olvidar los problemas propios, demostrar la capacidad de beber, acumular suficiente confianza para hacer frente a las difíciles situaciones de la vida. Muchos rasgos de la subcultura de la pobreza pueden considerarse como tentativas de soluciones locales a problemas que no resuelven las actuales agencias e instituciones, porque la gente no tiene derecho a sus beneficios, no puede pagarlos o sospecha de ellos. Por ejemplo, al no poder obtener crédito en los bancos, tiene que aprovechar sus propios recursos y organiza expedientes informales de crédito sin interés, o sea, las tandas. Incapaz de pagar un doctor, a quien se recurre sólo en emergencias lamentables, y recelosa de los hospitales «adonde sólo se va para morir», confía en hierbas y en otros remedios caseros y en curanderos y comadronas locales. Como critica a los sacerdotes, «que son humanos y por lo tanto pecadores como todos nosotros», raramente acude a la confesión o la misa y, en cambio, reza a las imágenes de santos que tiene en su propia casa y hace peregrinaciones a los santuarios populares. La actitud crítica hacia algunos de los valores y de las instituciones de las clases dominantes, el odio a la policía, la desconfianza en el gobierno y en los que ocupan un puesto alto, así como un cinismo que se extiende hasta la Iglesia, dan a la cultura de la pobreza una cualidad contraria y un potencial que puede utilizarse en movimientos políticos dirigidos contra el orden social existente. Finalmente, la subcultura de la pobreza tiene también una calidad residual, en el sentido de que sus miembros intentan utilizar e integrar, en un sistema de vida operable, remanentes de creencias y costumbres de diversos orígenes. Me gustaría distinguir claramente entre el empobrecimiento y la cultura de la pobreza. No todos los pobres viven ni desarrollan necesariamente una cultura de la pobreza. Por ejemplo, la gente de clase media que empobrece no se convierten automáticamente en miembros de la cultura de la pobreza, aunque tengan que vivir en los barrios bajos por algún tiempo. Igualmente, los judíos que vivían en la pobreza en la Europa oriental no desarrollaron una cultura de la pobreza porque su tradición de cultura y su religión les daba el sentido de la identificación con los judíos del mundo entero. Les daba la impresión de pertenecer a una comunidad unida por una herencia común y por creencias religiosas comunes. He citado alrededor de cincuenta rasgos que constituyen la configuración de lo que yo llamo la cultura de la pobreza. Aunque la pobreza es sólo uno de los numerosos rasgos que, de acuerdo con mi hipótesis, aparecen, he utilizado eltérmino para designar la configuración total porque lo considero muy importante. No obstante, los demás rasgos, y especialmente los psicológicos e ideológicos, son también importantes y me gustaría reflexionar un poco sobre esto. Los que viven dentro de la cultura de la pobreza tienen un fuerte sentido de marginalidad, de abandono, de dependencia, de no pertenecer a nada. Son como extranjeros en su propio país, convencidos de que las instituciones existentes no sirven a sus intereses y necesidades. Al lado de este sentimiento de impotencia hay un difundido sentimiento de inferioridad, de desvalorización personal. Esto es cierto de los habitantes de los barrios bajos de la ciudad de México que no constituyen un grupo racial o étnico diferenciado ni sufren de discriminación racial. En los Estados Unidos, la cultura de la pobreza de los negros tiene la desventaja adicional de la discriminación racial. Los que viven dentro de una cultura de la pobreza tienen muy escaso sentido de la historia. Son gente marginal, que sólo conocen sus problemas, sus propias condiciones locales, su propia vecindad, su propio modo de vida. Generalmente, no tienen ni el conocimiento ni la visión ni la ideología para advertir las semejanzas entre sus problemas y los de sus equivalentes en otras partes del mundo. En otras palabras, no tienen conciencia de clase, aunque son muy sensibles a las distinciones de posición social. Cuando los pobres cobran conciencia de clase, se hacen miembros de organizaciones sindicales, o cuando adoptan una visión internacionalista del mundo ya no forman parte, por definición, de la cultura de la pobreza, aunque sigan siendo desesperadamente pobres. El concepto de una subcultura de la pobreza inserta en la cultura general nos permite ver cómo muchos de los problemas que consideramos peculiarmente nuestros o específicamente problemas de los negros (o de cualquier otro grupo racial o étnico en particular), existen también en países donde no existen grupos étnicos afectados. Sugiere también que la eliminación de la pobreza física per se puede no bastar para eliminar la cultura de la pobreza que es todo un modo de vida. Es posible hablar de borrar la pobreza, pero borrar una cultura o una subcultura es algo muy distinto porque plantea la cuestión básica del respeto a las diferencias culturales. Los miembros de la clase media, y esto incluye por supuesto a la mayoría de los investigadores de ciencias sociales, tienden a concentrarse en los aspectos negativos de la cultura de la pobreza y tienden a asociar valencias negativas a rasgos tales como la orientación centrada en el momento presente, la orientación concreta vs. la abstracta, etcétera. No pretendo idealizar ni romantizar la cultura de la pobreza. Como ha dicho alguien: «Es más fácil alabar la pobreza que vivirla.» No obstante, no debemos pasar por alto algunos de los aspectos positivos que pueden surgir de estos rasgos. Vivir en el presente puede desarrollar una capacidad de espontaneidad, de goce de lo sensual, de aceptación de los impulsos, que con frecuencia está recortada en nuestro hombre de clase media orientado hacia el futuro. Quizá es esta realidad del momento la que los escritores existencialistas de clase media tratan de recuperar de manera tan desesperada, pero que la cultura de la pobreza experimenta como un fenómeno natural y cotidiano. El uso frecuente de la violencia significa una salida fácil para la hostilidad de modo que los que viven en la cultura de la pobreza sufren menos de represión que la clase media. En relación con esto, me gustaría rechazar también la tendencia de algunos estudios sociológicos a identificar a la clase humilde casi exclusivamente con el vicio, el crimen y la delincuencia juvenil, como si la mayoría de los pobres fueran ladrones, mendigos, rufianes, asesinos o prostitutas. Por supuesto, en mis propias experiencias en México, la mayoría de los pobres me parecen seres humanos decentes, justos, valerosos y susceptibles de despertar afecto. Creo que fue el novelista Fielding el que escribió: «Los sufrimientos de los pobres son en realidad menos advertidos que sus malas acciones.» Resulta interesante comprobar que algo de esta ambivalencia en la apreciación de los pobres se refleja en los refranes y en la literatura. Algunos consideran a los pobres virtuosos, justos, serenos, independientes, honestos, seguros, bondadosos, simples y felices mientras que otros los ven malos, maliciosos, violentos, sórdidos y criminales. La mayoría de la gente, en los Estados Unidos, se representa difícilmente a la pobreza como un fenómeno estable, persistente, siempre presente, porque nuestra economía en expansión y las circunstancias favorables de nuestra historia han creado un optimismo que nos hace pensar en la pobreza como transitoria. En realidad, la cultura de la pobreza en los Estados Unidos tiene un alcance relativamente limitado, pero está probablemente más difundida de lo que se ha creído generalmente. Al considerar lo que puede hacerse acerca de la cultura de la pobreza, debemos establecer una aguda distinción entre aquellos países en los que representa un segmento relativamente pequeño de la población y aquellos en los que constituye un sector muy amplio. Obviamente, las soluciones tendrán que diferir en estas dos áreas. En los Estados Unidos, la principal solución que ha sido propuesta por los planificadores, los organismos de acción social y los trabajadores sociales al tratar lo que llamamos «familias problema múltiples» o «pobres no merecedores» o el llamado «corazón de la pobreza», ha sido tratar de elevar lentamente su nivel de vida y de incorporarlos a la clase media. Y, cuando es posible, se recurre al tratamiento psiquiátrico en un esfuerzo por imbuir a esta «gente incapaz de cambiar, perezosa, sin ambiciones» de las más altas aspiraciones de la clase media. En los países subdesarrollados, donde grandes masas de población viven en la cultura de la pobreza, dudo que sea factible nuestra solución de trabajo social. Tampoco pueden los psiquiatras empezar siquiera a enfrentarse con la magnitud del problema. Ya tienen suficiente con la creciente clase media. En los Estados Unidos, la delincuencia, el vicio y la violencia representan las principales amenazas para la clase media de la cultura de la pobreza. En nuestro país no existe amenaza alguna de revolución. Sin embargo, en los países menos desarrollados del mundo, los que viven dentro de la cultura de la pobreza pueden organizarse algún día en un movimiento político que busque fundamentalmente cambios revolucionarios, y ésta es una de las razones por las que su existencia plantea problemas terriblemente urgentes. Si se aceptara lo que he esbozado brevemente como el aspecto psicológico básico de la cultura de la pobreza, puede ser más importante ofrecer a los pobres de los distintos países del mundo una auténtica ideología revolucionaria que la promesa de bienes materiales o de una rápida elevación en el nivel de vida. Es concebible que algunos países puedan eliminar la cultura de la pobreza (cuando menos en las primeras etapas de su revolución industrial) sin elevar materialmente los niveles de vida durante algún tiempo, cambiando únicamente los sistemas de valores y las actitudes de la gente de tal modo que ya no se sientan marginales, que empiecen a sentir que son su país, sus instituciones, su gobierno y sus líderes. En las investigaciones que he realizado en México desde 1943 he intentado elaborar diversos enfoques sobre el estudio de la familia. En Antropología de la pobreza traté de ofrecer al lector algunas ojeadas de la vida diaria en cinco familias mexicanas en cinco días absolutamente ordinarios. En este volumen presento al lector una visión más profunda de la vida de una de estas familias, mediante el uso de una nueva técnica por la cual cada uno de los miembros de la familia cuenta la historia de su vida en sus propias palabras. Este método nos da una vista de conjunto, multifacética y panorámica, de cada uno de los miembros de la familia, sobre la familia como un todo, así como de muchos aspectos de la vida de la clase baja mexicana. Las versiones independientes de los mismos incidentes ofrecidas por los diversos miembros de la familia nos proporcionan una comprobación interior acerca de la confiabilidad y la validez de muchos de los datos y con ello se compensa parcialmente la subjetividad inherente a toda autobiografía considerada de modo aislado. Al mismo tiempo revelan las discrepancias acerca del modo en que cada uno de los miembros de la familia recuerda los acontecimientos. Este método de autobiografías múltiples también tiende a reducir el elemento de prejuicio del investigador, porque las exposiciones no pasan a través del tamiz de un norteamericano de la clase media, sino que aparecen con las palabras de los personajes mismos. De esta manera creo que he evitado los dos peligros más comunes en el estudio de los pobres, a saber, la sentimentalización excesiva y la brutalización. Finalmente, espero que este método conservará para el lector la satisfacción y la comprensión emocional que el antropólogo experimenta al trabajar directamente con sus personajes, pero que sólo raras veces aparecen transmitidas en la jerga formal de las monografías antropológicas. Hay pocos estudios profundos de la psicología de los pobres en los países subdesarrollados, o aun en los Estados Unidos. La gente que vive en el nivel de pobreza descrito en este libro, aunque de ninguna manera es el nivel ínfimo, no ha sido estudiada intensivamente ni por psicólogos ni por psiquiatras. Tampoco los novelistas nos han trazado un retrato adecuado de la vida interior de los pobres en el mundo contemporáneo. Los barrios bajos han producido muy contados grandes escritores, y para cuando éstos han llegado a serlo, por lo general miran retrospectivamente su vida anterior a través de los lentes de la clase media, y escriben ajustándose a formas literarias tradicionales, de modo que la obra retrospectiva carece de la inmediatez de la experiencia original. La grabadora de cinta utilizada para registrar las historias que aparecen en este libro, ha hecho posible iniciar una nueva especie literaria de realismo social. Con ayuda de la grabadora, las personas sin preparación, ineducadas y hasta analfabetas pueden hablar de sí mismas y referir sus observaciones y experiencias en una forma sin inhibiciones, espontánea y natural. Las historias de Manuel, Roberto, Consuelo y Marta tienen una simplicidad, una sinceridad y la naturaleza directa características de la lengua hablada, de la literatura oral, en contraste con la literatura escrita. A pesar de su falta de preparación formal, estos jóvenes se expresan notablemente bien, especialmente Consuelo, que en ocasiones alcanza alturas poéticas. Aunque presas de sus problemas irresolutos y de sus confusiones, han podido transmitirnos de sí mismos lo suficiente para que nos sea permitido ver sus vidas desde adentro y para permitirnos enterarnos de sus posibilidades y de sus talentos desperdiciados. Ciertamente, las vidas de los pobres no son sosas. Las historias que aparecen en este volumen revelan un mundo de violencia y de muerte, de sufrimientos y privaciones, de infidelidades y de hogares deshechos, de delincuencia, corrupción y brutalidad policiaca, así como de la crueldad que los pobres ejercen con los de su clase. Estas historias también revelan una intensidad de sentimientos y de calor humano, un fuerte sentido de individualidad, una capacidad de gozo, una esperanza de disfrutar una vida mejor, un deseo de comprender y de amar, una buena disposición para compartir lo poco que poseen, y el valor de seguir adelante frente a muchos problemas no resueltos. El marco de estas historias es Bella Vista, la extensa vecindad de un piso situada en el corazón de la ciudad de México. Bella Vista es sólo una entre un centenar de vecindades que conocí en 1951, cuando estudiaba la urbanización de los campesinos que desde la aldea llamada Azteca se trasladaron a la ciudad de México. Inicié mi estudio de Azteca muchos años antes, en 1943. Posteriormente, con la ayuda de los propios campesinos, pude localizar algunos antiguos habitantes de la aldea en diversas partes de la ciudad y encontré dos familias de ellos en Bella Vista. Después de terminar mi estudio sobre los migrantes campesinos, amplié el horizonte de mi investigación y comencé a estudiar vecindades enteras, incluyendo a todos los residentes en ellas, sin tomar en cuenta sus lugares de origen. En octubre de 1956, mientras realizaba mi estudio de Bella Vista, encontré a Jesús Sánchez y a sus hijos. Jesús había sido inquilino allí por más de veinte años y, aunque sus hijos habían cambiado de residencia varias veces, el hogar de una habitación en Bella Vista era un punto saliente de estabilidad en sus vidas. Leonor, la madre de aquéllos y primera esposa de Jesús, había muerto en 1936, sólo unos años antes de que se cambiaran a Bella Vista. La hermana mayor de Leonor, Guadalupe, de sesenta años de edad, vivía en una vecindad de menores dimensiones, «Magnolia», ubicada en la calle del mismo nombre, a unas cuantas cuadras de distancia. La tía Guadalupe fue una madre vicaria para cada uno de los hijos; la visitaban con frecuencia y utilizaban su casa como refugio en tiempos difíciles. Por lo tanto, la acción de los relatos va de un lugar a otro entre Bella Vista y la vecindad de Magnolia. Ambas vecindades están cerca del centro de la ciudad, a sólo diez minutos a pie de la plaza principal o Zócalo con su gran Catedral y su Palacio Nacional. Apenas a media hora de distancia está el santuario nacional de la Virgen de Guadalupe, patrona de México, al cual acuden multitud de peregrinos de todas partes del país. Tanto Bella Vista como la vecindad de Magnolia están en una zona pobre de la ciudad, con unos cuantos talleres y bodegas pequeñas, baños públicos, cinematógrafos de tercera clase en decadencia, escuelas sobrepobladas, cantinas, pulquerías y muchos establecimientos pequeños. El mercado de Tepito, el principal de artículos de segunda mano en la ciudad de México, está a sólo unas cuadras de distancia; otros grandes mercados, como los de la Merced y la Lagunilla, que recientemente fueron reconstruidos y modernizados, están tan cerca que se puede ir a ellos a pie. En esta zona la incidencia de homicidios, borracheras y delincuencia es alta. Se trata de un barrio densamente poblado; durante el día y mucho después de oscurecer, las calles y los umbrales de las puertas están llenos de gente que va y viene o que se amontona en las entradas de los establecimientos. Hay mujeres que venden tacos o caldo en pequeños puestos que sitúan en las aceras. Las calles y las banquetas son amplias y están pavimentadas, pero carecen de árboles, de césped y de jardines. La mayor parte de la gente vive en hileras de casas compuestas por una sola habitación, que dan frente a patios interiores, ocultos a la vista de la calle por establecimientos comerciales o por las paredes de la vecindad. Bella Vista está ubicada entre las calles de Marte y Camelia. Se extiende sobre toda una manzana, alberga a setecientas personas y constituye por sí misma un mundo en pequeño: la circundan dos altos muros de cemento por el norte y por el sur e hileras de establecimientos por los otros dos lados. Estos establecimientos —expendios de comida, una lavandería, una vidriería, una carpintería, un salón de belleza, juntamente con el mercado de la vecindad y baños públicos— resuelven las necesidades básicas de la vecindad, de modo que muchos de los inquilinos raras veces salen de las cercanías inmediatas y son casi extraños para el resto de la ciudad de México. Este sector de la ciudad fue en una ocasión morada del bajo mundo, y aún en la actualidad la gente teme caminar por sus calles a altas horas de la noche. Pero la mayor parte de los elementos criminales se han mudado del barrio y la mayoría de quienes residen actualmente en él son comerciantes pobres, artesanos y obreros. Dos entradas estrechas y poco notorias, cada una de ellas con una puerta alta, están abiertas durante el día, pero se cierran por la noche a las 22 horas; introducen a la vecindad por los lados oriente y occidente. Todo el que entre o salga a deshoras tiene que tocar el timbre para que acuda el portero y ha de pagar para que se le abra la puerta. La vecindad también está protegida por dos santas patronas, la Virgen de Guadalupe y la Virgen de Fátima, cuyas estatuas aparecen en cajas de cristal, una en cada una de las entradas. Ofrendas de flores y de veladoras rodean a las imágenes y sobre sus faldas aparecen pequeñas medallas brillantes («milagros»), cada una de las cuales testimonia algún hecho portentoso realizado en favor de alguien en la vecindad. Son pocos los residentes que pasan ante las Vírgenes sin hacer algún acto de acatamiento, aunque sólo sea una ojeada o un apresurado persignarse. Dentro de la vecindad existen dos largos patios pavimentados, de alrededor de cuatro metros y medio de ancho. A intervalos regulares, de aproximadamente tres metros sesenta centímetros, se alinean frente a los patios 157 apartamientos de una sola habitación, sin ventanas, cada una de cuyas puertas está pintada de un color rojo semejante al de los graneros. Durante el día, junto a la mayor parte de las puertas pueden verse fuertes escaleras de madera que conducen a los techos planos, de poca altura, correspondientes a la parte superior de la cocina de cada vivienda. Estos techos sirven para muchos usos y en ellos puede verse una multitud de sogas para tender la ropa, jaulas de gallinas, palomares, tiestos con flores o con hierbas medicinales, tanques de gas combustible para la cocina y ocasionalmente alguna antena de televisión. Durante el día, los patios están llenos de gente y de animales: perros, pavos, pollos y algunos puercos. Los niños juegan allí porque es más seguro el patio que las calles. Las mujeres forman filas cuando van en busca de agua o conversan entre sí mientras ponen a secar al sol su ropa, y los vendedores ambulantes entran para vender sus mercancías. Todas las mañanas llega un hombre, con un gran bote redondo sobre ruedas, a recoger de patio en patio los desechos de cada familia. Por la tarde, las pandillas de muchachos de mayor edad con frecuencia se apoderan de un patio para jugar algo que se asemeja al futbol soccer. Los domingos por la noche se celebra, por lo general, un baile al aire libre. Los inquilinos de Bella Vista provienen de veinticuatro de las treinta y dos entidades que integran la nación mexicana. Algunos vienen desde un lugar tan lejano en el sur como Oaxaca o Yucatán, y otros de los Estados norteños de Chihuahua y Sinaloa. La mayor parte de las familias han vivido en la vecindad de quince a veinte años, y algunos hasta treinta. Más de la tercera parte de las familias tienen parientes directos dentro de la vecindad y aproximadamente la cuarta parte se han relacionado por matrimonio o por compadrazgo. Estos vínculos, además del bajo importe de la renta mensual y la escasez de casas habitación de la ciudad, contribuyen a la estabilidad de los inquilinos. Algunas familias que reciben ingresos más altos tienen sus pequeñas viviendas apretujadas con buenos muebles y aparatos eléctricos, y esperan una oportunidad para mudarse a algún barrio mejor; pero la mayoría están contentos de vivir en Bella Vista y hasta se muestran orgullosos por ello. El sentimiento de comunidad es muy fuerte en la vecindad, particularmente entre los jóvenes que pertenecen a las mismas pandillas, entablan amistades que duran toda la vida, asisten a las mismas escuelas, se reúnen en los mismos bailes celebrados en los patios y con frecuencia contraen matrimonio con otras personas de la vecindad. Los adultos también tienen amistades a las cuales visitan, con las cuales salen y a las que piden dinero en préstamo. Grupos de vecinos organizan rifas y tandas, participan juntos en peregrinaciones religiosas, y juntos también celebran los festivales de los santos patronos de la vecindad y las posadas de Navidad, así como otras festividades. Pero estos esfuerzos de grupo son ocasionales: la mayor parte de los adultos «se ocupan de sus propios asuntos» y tratan de conservar la intimidad familiar. La mayor parte de las puertas se mantienen cerradas y es habitual llamar y esperar a que se dé el permiso de entrar cuando se hace una visita. Algunas personas visitan sólo a sus familiares o compadres y, en verdad, sólo han entrado en muy pocas viviendas. No es común el invitar a algunos amigos o vecinos a comer salvo en ocasiones formales tales como días de cumpleaños o celebraciones religiosas. Aunque en alguna ocasión los vecinos se prestan ayuda, especialmente ante una emergencia, esta actividad se reduce al mínimo. Las dificultades entre familias, originadas por travesuras de los chicos, las luchas callejeras entre pandillas y los pleitos personales entre muchachos no son inusitados en Bella Vista. Los habitantes de Bella Vista se ganan la Vida en una gran diversidad de ocupaciones, algunas de las cuales se desempeñan dentro de la vecindad. Las mujeres lavan o cosen ropa ajena; los hombres son zapateros, limpiadores de sombreros o vendedores de fruta y dulces. Algunos salen a trabajar en fábricas o talleres, o bien como choferes y comerciantes en pequeño. Los niveles de vida son bajos, pero de ninguna manera son los más bajos de la ciudad de México, y la gente que vive en las cercanías considera a Bella Vista como un lugar elegante. Las vecindades de Bella Vista y Magnolia representan agudos contrastes dentro de la cultura de la pobreza. La de Magnolia es una pequeña vecindad que está formada por una sola hilera de doce viviendas sin ventanas, expuestas a la vista de los transeúntes, no tiene muros que la circunden, ni puerta, y sólo un patio de tierra. Aquí, a diferencia de Bella Vista, no existen cuartos de baño interiores ni agua entubada. Dos lavaderos públicos y dos cuartos de baño arruinados, de ladrillo desmoronado y adobe y con cortinas hechas de arpilleras deshilachadas, sirven a los ochenta y seis habitantes. Al trasladarse de la vecindad de Magnolia a la de Bella Vista, puede encontrarse mayor número de camas por habitante y un menor número de personas que duermen en el piso, más personas que cocinan con gas en lugar de petróleo y carbón, más personas que comen regularmente tres veces al día, utilizan cuchillo y tenedor para comer además de tortillas y cucharas, beben cerveza en lugar de pulque, compran de preferencia muebles y ropa nueva y celebran el Día de los Muertos asistiendo a misa en la iglesia en lugar de dejar las tradicionales ofrendas de incienso, veladoras, alimento y agua en sus casas. La tendencia se mueve del adobe al cemento, de las vasijas de barro al equipo de aluminio, de las hierbas medicinales a los antibióticos, y de los curanderos locales a los médicos. En 1956, el 79 por ciento de los inquilinos de Bella Vista tenían radios, el 55 por ciento estufas de gas, el 54 por ciento relojes de pulso, el 49 por ciento utilizaban cuchillos y tenedores, el 46 por ciento tenían máquinas de coser, el 41 por ciento vasijas de aluminio, el 22 por ciento licuadoras eléctricas, el 21 por ciento televisiones. En Magnolia, la mayor parte de estos artículos de lujo faltaban. Sólo una casa tenía televisión y en dos de ellas poseían relojes de pulso. En Bella Vista el ingreso mensual por habitante variaba de 23 a 500 pesos. El 68 por ciento tenían ingresos de 200 pesos o menos mensualmente por persona, el 22 por ciento tenían ingresos entre 201 y 300 pesos, y el 10 por ciento entre 301 y 500 pesos. En Magnolia más del 85 por ciento de las casas tenían un ingreso mensual promedio de menos de 200 pesos, ninguno tenía más de 200 pesos y el 41 por ciento percibían menos de 100 pesos. La renta mensual por una vivienda de una habitación en Bella Vista variaba de 30 a 50 pesos; en Magnolia iba de 15 a 30 pesos. Muchas familias formadas por el marido, la esposa y cuatro niños pequeños se las arreglaban para vivir con una cifra entre 8 y 10 pesos al día para alimentos. Su dieta consistía en café negro, tortillas, frijoles y chile. En Bella Vista el nivel educativo variaba ampliamente, desde 12 adultos que nunca habían asistido a la escuela hasta una mujer que estudió en las aulas durante once años. El número promedio de asistencia escolar anual fue de 4.7. Sólo el 8 por ciento de los residentes eran analfabetos, y el 20 por ciento de los hogares se habían formado bajo el sistema de unión libre. En Magnolia, el nivel de asistencia escolar era de 2.1 años; no había ni un solo graduado de escuela primaria; el 40 por ciento de la población era analfabeta, y el 46 por ciento de los hogares se formaron dentro del sistema de unión libre. En Bella Vista sólo la tercera parte de las familias estaban unidas por parentesco directo y aproximadamente la cuarta parte por matrimonios y compadrazgo. En Magnolia la mitad de las familias tenían un parentesco directo y todas estaban unidas por vínculos de compadrazgo. La familia Sánchez formó parte de una muestra al azar de setenta y una familias seleccionadas en Bella Vista para fines de estudio. Jesús Sánchez figuraba en el grupo de ingresos medios de la vecindad, con un sueldo de 12.50 pesos diarios, como comprador de artículos alimenticios del restaurante La Gloria. Difícilmente podría haberse sostenido él mismo con ingreso tal, de modo que complementaba sus gastos vendiendo billetes de lotería y por medio de la cría y venta de cerdos, pichones, pollos y aves canoras, además de que, con toda probabilidad, recibía «comisiones» en los diversos mercados. Jesús se mostró discreto acerca de estas fuentes extraordinarias de ingresos, pero con ellas se las arregló para sostener, en una escala muy modesta, tres diferentes hogares situados en partes muy distintas de la ciudad. Por el tiempo en que realicé mi investigación, vivía con su esposa Dalila, su favorita, más joven que él, en un cuarto de la calle de Niño Perdido; la sostenía a ella, a los dos niños que con ella tenía, al hijo de su primer marido, a su madre y a los cuatro niños de su hijo Manuel. La esposa de más edad de Jesús, Lupita, sus dos hijas y dos nietos, a todos los cuales sostenía él, vivían en una casita que Jesús había construido en la colonia El Dorado, situada en los suburbios de la ciudad. Jesús también sostenía la habitación ubicada en Bella Vista, donde vivían su hija Marta con sus hijos, su hija Consuelo y su hijo Roberto. Salvo por un viejo radio, no había artículos de lujo en el hogar que la familia Sánchez tenía en Bella Vista, pero por lo regular había bastante comida y la familia podía jactarse de tener una educación más amplia que cualquiera de sus vecinos. Jesús había asistido a la escuela sólo un año, pero Manuel, su hijo mayor, terminó los seis años de instrucción primaria. Consuelo también terminó su instrucción primaria y completó, asimismo, dos años de estudios en una escuela comercial. Roberto se salió de la escuela al tercer año; Marta terminó el cuarto año. La familia Sánchez difería de algunos de sus vecinos por tener una sirvienta, que venía durante el día para hacer la limpieza, el lavado de la ropa y preparar las comidas. Esto fue después de la muerte de la primera esposa de Jesús, Leonor, y cuando sus hijos todavía eran pequeños. La sirvienta era una vecina o parienta, por lo general una viuda o una esposa abandonada dispuesta a trabajar por muy poco dinero. Aunque esto le daba cierto prestigio a la familia, no constituía una señal de riqueza ni era inusitado en la vecindad. Fui presentado a la familia Sánchez por uno de mis amigos de la vecindad. En mi primera visita encontré la puerta entreabierta, y mientras esperaba a que alguien contestara a mi llamado, pude ver el interior más bien triste, que había tenido mejores tiempos. La pequeña azotehuela donde estaban situados la cocina y el baño necesitaba urgentemente pintura y estaba amueblada sólo con una estufa de petróleo de dos quemadores, una mesa y dos sillas de madera sin pintar. Ni la cocina ni la recámara un poco más grande que estaban más allá de la puerta de entrada tenían nada del aire de prosperidad autoconsciente que pude presenciar en algunos de los hogares más acomodados de Bella Vista. Consuelo acudió a mi llamado. Se veía delgada y pálida y me explicó que justamente acababa de padecer una enfermedad seria. Marta, su hermana más joven, se le unió cargando un niño envuelto en un rebozo, pero no dijo nada. Les expliqué que yo era un profesor y antropólogo norteamericano y que había vivido varios años en una aldea mexicana para estudiar sus costumbres. Ahora me ocupaba de comparar la vida de las familias que vivían en las vecindades de la ciudad con la de las que vivían en la aldea y que buscaba en Bella Vista gente que quisiera ayudarme. Para comenzar, les pregunté dónde pensaban que la gente vivía mejor, si en el campo o en la ciudad. Después de hacerles unas cuantas preguntas de esta clase, que en otras entrevistas me habían sido muy útiles, comencé en seguida con algunas de las preguntas que contenía mi primer cuestionario. En ellas se interrogaba acerca del sexo, edad, lugar de nacimiento, educación y ocupación, así como la historia del trabajo desempeñado por cada uno de los miembros de la familia. Casi había terminado con estas preguntas cuando entró bruscamente el padre, Jesús Sánchez, cargando al hombro un saco de alimentos. Era un hombre de baja estatura, rechoncho, lleno de energía, con rasgos indígenas, que vestía un overol azul y llevaba un sombrero de paja, un término medio entre el campesino y el obrero. Entregó el saco a Marta, dijo unas palabras a título de saludo a Marta y Consuelo y se volvió, suspicaz, a preguntar qué era lo que yo deseaba. Contestó lacónicamente a mis preguntas, afirmando que la vida en el campo era muy superior a la de la ciudad debido a que en ésta los jóvenes se corrompían, especialmente cuando no sabían aprovechar las ventajas de la ciudad. Después dijo que tenía poco tiempo y salió tan abruptamente como había entrado. En mi siguiente entrevista a la casa de Sánchez encontré a Roberto, el segundo hijo. Era más alto y tenía la piel más oscura que los demás miembros de la familia; tenía el cuerpo de un atleta. Era agradable y de voz suave y me dio la impresión de ser inusitadamente correcto y respetuoso. Conmigo fue muy cortés siempre, aun cuando estuviera beodo. Sólo varios meses después encontré a Manuel, el hermano mayor, porque estaba por entonces fuera del país. En las semanas y meses que siguieron continué mi trabajo con las demás familias de la»vecindad. Completé los datos que necesitaba de la familia Sánchez después de cuatro entrevistas, pero frecuentemente llegaba a su casa para conversar casualmente con Consuelo, Marta o Roberto, pues todos se mostraban amistosos y me dieron información útil sobre la vida de la vecindad. Cuando comencé a aprender algo acerca de cada uno de los miembros de la familia, me di cuenta de que esta sola familia parecía ilustrar muchos de los problemas sociales y psicológicos de la vida mexicana de la clase humilde. Entonces decidí iniciar un estudio en profundidad. Primero Consuelo, después Roberto y Marta convinieron en contarme sus vidas, historias que fueron grabadas con su conocimiento y autorización. Cuando volvió Manuel, también cooperó. Mi trabajo con Jesús comenzó después de que había estado estudiando a sus hijos durante seis meses. Fue difícil ganarme su confianza, pero cuando finalmente aceptó grabar la historia de su vida, esto vigorizó mis relaciones con sus hijos. Debido a que era necesario estar en privado para obtener una versión independiente de cada autobiografía, casi toda la labor de grabación se hizo en mi oficina y en mi casa. La mayor parte de las sesiones fueron grabadas individualmente, pero cuando volví a México en 1957, 1958 y 1959, me las arreglé para celebrar discusiones de grupo con dos o tres miembros de la familia al mismo tiempo. Ocasionalmente, hicimos alguna grabación en su hogar de Bella Vista. Pero ellos se expresaban con mayor libertad cuando estaban lejos de la vecindad. También me di cuenta de que era útil mantener el micrófono fuera de su vista fijándolo en su ropa; en esta forma podíamos celebrar nuestras conversaciones como si no estuviera allí. En la obtención de los datos detallados e íntimos que contienen estas autobiografías, no utilicé ninguna técnica secreta, ni drogas especiales, ni diván psicoanalítico alguno. Las herramientas más útiles del antropólogo son la simpatía y la solidaridad con la gente a la cual estudia. Lo que comenzó como un interés profesional en sus vidas se convirtió en amistad cordial y duradera. Llegué a interesarme profundamente en sus problemas y con frecuencia sentí como si tuviera dos familias a quien atender: la familia Sánchez y la mía propia. He estado centenares de horas con miembros de la familia; he comido en sus casas, he asistido a sus bailes y he convivido con ellos en sus festividades; los he acompañado adonde trabajan, me he reunido con sus parientes y amigos y he asistido con ellos a peregrinaciones, a la iglesia, al cinematógrafo y a acontecimientos deportivos. La familia Sánchez aprendió a confiar en mí. A veces me llamaban en momentos de necesidad o de crisis, y los ayudamos cuando sufrían enfermedades, cuando se emborrachaban, cuando tenían dificultades con la policía, cuando no tenían trabajo o cuando se enfrentaban entre sí. No seguí la práctica antropológica común de pagarles como informantes, y me impresionó la ausencia de incentivo monetario en sus relaciones conmigo. Básicamente, fue un sentimiento amistoso el que los llevó a contarme la historia de sus vidas. El lector no debe subestimar el valor que se requiere para presentar, como ellos lo hicieron, los muchos recuerdos y experiencias dolorosas de sus vidas. Hasta cierto punto esto ha servido como una especie de catarsis y alivió sus necesidades. Se conmovieron por mi dedicación hacia ellos, y mi regreso a México un año tras otro constituyó un factor decisivo para aumentar su confianza. Su imagen positiva de los Estados Unidos como un país «superior» indudablemente reforzó mi posición ante ellos y me colocó en el papel de una figura autoritaria benévola, más bien que la punitiva que estaban tan acostumbrados a ver en su propio padre. Su identificación con mi trabajo y su sentido de participación en un proyecto de investigación científica, por vaga que haya sido la forma en que concibieron sus objetivos últimos, les proporcionó una sensación de satisfacción y de importancia que los transportó más allá de los horizontes más limitados de sus vidas diarias. Con frecuencia me dijeron que si sus autobiografías pudiesen ayudar a otros seres humanos en alguna parte, experimentarían una sensación de labor cumplida. En el transcurso de nuestras entrevistas presenté centenares de preguntas a Manuel, Roberto, Consuelo, Marta y Jesús Sánchez. Naturalmente, mi preparación como antropólogo, mi familiaridad de años con la cultura mexicana y mis valores propios influyeron en el resultado final de este estudio. Si bien utilicé en las entrevistas un método directivo, estimulé la libre asociación, y fui un buen oyente. Intenté abarcar sistemáticamente una amplia variedad de temas: sus primeros recuerdos, sus sueños, sus esperanzas, temores, alegrías y sufrimientos; sus ocupaciones, sus relaciones con amigos, parientes, patronos; su vida sexual; sus conceptos de la justicia, la religión y la política; sus conocimientos sobre geografía e historia; en resumen, su concepto total del mundo. Muchas de mis preguntas los estimularon a expresarse sobre temas en que de no haber sido así jamás hubieran pensado ni proporcionado voluntariamente información sobre ellos. Sin embargo, las respuestas fueron las suyas propias. Al preparar las entrevistas para su publicación, he eliminado mis preguntas y seleccionado, ordenado y organizado sus materiales en autobiografías congruentes. Si se acepta lo que dice Henry James de que la vida es toda inclusión y confusión, en tanto que el arte es todo discriminación y selección, entonces estas autobiografías tienen al mismo tiempo algo de arte y algo de vida. Creo que esto de ninguna manera reduce la autenticidad de los datos o su utilidad para la ciencia. Para aquellos de mis colegas que estén interesados en la materia prima, tengo a su disposición las entrevistas grabadas. La revisión final ha sido más extensa en algunos casos que en otros. Manuel, con mucho el más fluido y dramático relator de la familia, requirió relativamente poco trabajo. Su autobiografía refleja mucho de su estructura original. Pero, quizá más que las otras, pierde mucho con la transcripción porque su autor es un actor nato con gran facilidad para los matices, las pausas y la entonación. Una sola pregunta con frecuencia provocaba un monólogo ininterrumpido de cuarenta minutos. Roberto hablaba con facilidad, aunque menos dramáticamente y en forma más sencilla, sobre sus aventuras, pero se mostró más restringido acerca de sus sentimientos y de su vida sexual. En el caso de Consuelo fue necesaria una gran labor de revisión debido a la superabundancia de material. Además de las entrevistas grabadas, ella también escribió en forma extensa sobre diversos incidentes acerca de los cuales la interrogué. Marta fue quien mostró menos facilidad para el monólogo extenso o para la organización de las ideas. Durante mucho tiempo contestó a la mayor parte de mis preguntas con una sola frase o una oración. En este sentido era como su padre. Sin embargo, dándoles tiempo y estímulo ambos se volvieron más fluidos y tuvieron sus momentos elocuentes. Manuel fue el menos inhibido para utilizar la típica jerga de los barrios bajos, con toda su profanidad y su fuerte metáfora sexual. Roberto también habló en forma muy natural, pero con frecuencia preludiaba alguna expresión fuerte con un cortés «con el perdón de usted, doctor». También Marta habló en su lengua natural. Consuelo y su padre fueron los más formales y «correctos» y raras veces se sirvieron de términos vulgares durante las sesiones de grabación. La fluencia del lenguaje y el vocabulario de los mexicanos, ya se trate de campesinos o de habitantes de los barrios bajos, siempre me ha llamado la atención. En general, el lenguaje de Manuel y el de Consuelo es bastante más rico que el de Roberto y Marta, tal vez porque los primeros asistieron durante más tiempo a la escuela. El uso que Manuel hace de términos un tanto elaborados, como «subconsciente», «luminarias» y «opulencia portentosa» puede parecer sorprendente, pero Manuel lee Selecciones y tiene cierta tendencia hacia la intelectualidad. Además, en nuestros días, aun los analfabetos habitantes de los barrios bajos reciben ideas y terminología avanzadas por obra de la televisión, la radio y el cinematógrafo. El lector podrá advertir que existe un marcado contraste entre Jesús Sánchez y sus hijos. Este contraste refleja no sólo la diferencia entre la formación en el campo y la urbana, sino también la diferencia entre el México prerrevolucionario y el posrevolucionario. Jesús nació en una pequeña aldea en el Estado de Veracruz en 1910, el año mismo que señaló el comienzo de la Revolución Mexicana. Sus hijos nacieron entre 1928 y 1935 en los barrios bajos de la ciudad de México. Jesús creció en un México sin automóviles, sin cinematógrafos, sin radios ni televisión, sin educación universal libre, sin elecciones libres y sin la esperanza de experimentar una movilidad ascendente ni hacerse rico con rapidez. Creció en la tradición del autoritarismo, con su acentuación en ser respetuoso, el trabajo tenaz y la autoabnegación. Los hijos de Sánchez, aunque sujetos a su carácter dominante y autoritario, también recibieron la influencia de los valores revolucionarios, pero con su más acentuada insistencia en el individualismo y en la movilidad social. Es tanto más notable, por lo tanto, que el padre que nunca aspiró a ser más que un simple trabajador se las arreglara para elevarse desde las profundidades inferiores de la pobreza, en tanto que sus hijos han permanecido en ese nivel. Me gustaría subrayar que la familia Sánchez no está de ninguna manera en el nivel más bajo de la pobreza en México. Aproximadamente un millón y medio de personas, entre una población total de aproximadamente cinco millones de almas que tiene la ciudad de México, viven en condiciones similares o peores. La persistencia de la pobreza en la ciudad más importante de la nación, cincuenta años después de la gran Revolución Mexicana, presenta serias cuestiones acerca del grado en que este movimiento ha logrado alcanzar sus objetivos sociales. A juzgar por la familia Sánchez, por sus amigos, vecinos y parientes, la promesa esencial de la Revolución no ha sido cumplida aún. Esta afirmación se basa en el conocimiento pleno de los cambios impresionantes y de largo alcance que se han producido por obra de la Revolución: la transformación de una economía semifeudal, la distribución de la tierra a los campesinos, la emancipación del indio, la vigorización de la posición de la clase obrera, la difusión de la educación pública, la nacionalización del petróleo y de los ferrocarriles y la aparición de una nueva clase media. Desde 1940 la economía ha estado en expansión y el país ha llegado a ser agudamente consciente de la producción. Los principales periódicos informan diariamente en sus encabezados de progresos cada vez más notables en la agricultura y la industria y orgullosamente anuncian la existencia de fuertes reservas de oro en la tesorería de la nación. Se ha creado un espíritu de auge que recuerda la gran expansión de los Estados Unidos a fines del siglo pasado y comienzos del actual. Desde 1940 la población ha aumentado de aproximadamente 19 millones a 34 millones en 1960. La ciudad de México es ahora la ciudad más grande de América Latina y ocupa el tercero o cuarto lugar en el Continente Americano. Una de las tendencias más significativas en México desde 1940 ha sido la creciente influencia de los Estados Unidos en la vida mexicana. Nunca antes, en la larga historia de las relaciones entre los Estados Unidos y México, ha existido una tan intensa y variada interacción entre ambos países. La estrecha cooperación que tuvo lugar durante la segunda Guerra Mundial, el rápido ritmo de inversión norteamericana, que ha llegado a ser casi de mil millones de dólares en 1960, el notable crecimiento de los turistas norteamericanos en México y de los mexicanos que visitan los Estados Unidos, la emigración anual de varios centenares de miles de trabajadores del campo a los Estados Unidos, el intercambio de estudiantes, técnicos y profesores, y el número cada vez mayor de mexicanos que se convierten en ciudadanos norteamericanos han integrado un nuevo tipo de relaciones entre los dos países. Los principales programas de televisión son patrocinados por compañías controladas por extranjeros, tales como la Nestlé, la General Motors, la Ford, Procter & Gamble y Colgate. Sólo el hecho de que se utilice la lengua española y representen artistas mexicanos distingue a los anuncios de los que se emiten en los Estados Unidos. Las prácticas de venta al detalle por los grandes almacenes se han hecho populares en la mayor parte de las grandes ciudades, por obra de compañías comerciales como Woolworth’s y Sears Roebuck & Co., y los supermercados donde el cliente se despacha a sí mismo ahora empacan muchas marcas de productos norteamericanos para uso de la creciente clase media. La lengua inglesa ha sustituido a la francesa como segundo idioma en las escuelas, y la tradición médica francesa está siendo reemplazada lenta, pero seguramente, por la medicina norteamericana. A pesar de la producción incrementada y de la aparente prosperidad, la desigual distribución de la cada vez mayor riqueza nacional ha hecho que la disparidad entre los ingresos de los ricos y los de los pobres sea más notoria que nunca antes. Y a pesar de que se ha registrado algún aumento en el nivel de vida de la población en general, en 1956 más del 60 por ciento de la población estaba todavía mal alimentada, mal albergada y mal vestida, el 40 por ciento era analfabeta y el 46 por ciento de los niños del país no asistían a la escuela. Una inflación crónica desde 1940 ha reducido el ingreso real de los pobres, y el costo de la vida para los trabajadores en la ciudad de México ha aumentado más de cinco veces desde 1939. Según el censo de 1950 (cuyos datos se publicaron en 1955), el 89 por ciento de todas las familias mexicanas que informaron sobre sus ingresos percibieron menos de 600pesos al mes. Un estudio publicado en 1960por una competente economista mexicana, Ifigenia M. de Navarrete, mostró que entre 1950 y 1957 aproximadamente la tercera parte de la población situada en la parte inferior de la escala sufrió una disminución en su ingreso real. Es un hecho del dominio común que la economía mexicana no puede dar ocupación a todos los habitantes del país. De 1942 a 1955 aproximadamente un millón y medio de mexicanos fueron a los Estados Unidos a trabajar como braceros, o sea, como trabajadores agrícolas temporales, y esta cifra no incluye a los «espaldas mojadas» ni a otros inmigrantes ilegales. Si los Estados Unidos cerraran de pronto sus fronteras a los braceros, tal vez se presentaría en México una crisis grave. México también ha llegado a depender cada vez más del turismo norteamericano para estabilizar su economía. En 1957 más de 700 000 turistas provenientes de los Estados Unidos gastaron casi seiscientos millones de dólares en México, con lo cual el turismo viene a ser la industria más importante del país. El ingreso d e r i vad o d e l c om e r cio turístico es aproximadamente igual al presupuesto federal de la nación. Un aspecto del nivel de vida que ha mejorado muy poco desde 1940 es la vivienda. Ante el rápido aumento de la población y la urbanización, la situación de amontonamiento y la vida en los barrios bajos en realidad han empeorado. De los 5.2 millones de viviendas de que se informa en el Censo de 1950, el 60 por ciento sólo tenían una habitación, y el 25 por ciento dos; el 70 por ciento de todas las viviendas estaban hechas de adobe, madera, cañas y varas o piedras sin labrar, y apenas el 18 por ciento de ladrillo y cemento. Solamente el 17 por ciento tenían agua entubada para su uso privado. En la ciudad de México la situación no es mejor. Cada año la ciudad se embellece al construirse nuevas fuentes, al plantar flores a lo largo de las principales avenidas, al erigir mercados nuevos e higiénicos y al expulsar de las calles a mendigos y vendedores ambulantes. Pero más de la tercera parte de la población vive en viviendas pobres, en vecindades donde padecen una crónica escasez de agua y sufren la falta de elementales instalaciones sanitarias. Por lo regular, las vecindades consisten en una o más hileras de construcciones de un solo piso, con una o dos habitaciones que dan frente a un patio común. Los edificios se han construido de cemento, ladrillo o adobe y forman una unidad bien definida que tiene algunas de las características de una pequeña comunidad. Las dimensiones y los tipos de vecindades varían muchísimo. Algunas constan de sólo unas cuantas viviendas, en tanto que otras tienen varios centenares. Algunas están ubicadas en el corazón comercial de la ciudad, en edificios coloniales españoles en decadencia, de los siglos XVI y XVII, que tienen dos o tres pisos, en tanto que otros, en los suburbios de la ciudad, están formados por chozas de madera (jacales) y semejan Hoovervilles semitropicales. Me parece que el material contenido en este libro tiene importantes implicaciones para el pensamiento y la política de los Estados Unidos respecto de los países subdesarrollados del mundo, en especial los de América Latina. Ilumina las complejidades sociales, económicas y psicológicas a las que se debe hacer frente en cualquier esfuerzo para transformar y eliminar del mundo la cultura de la pobreza. Sugiere que los cambios básicos en las actitudes y en los sistemas de valores de los pobres tienen que ir de la mano con mejoramientos realizados en las condiciones materiales de vida. Aun los gobiernos mejor intencionados de los países subdesarrollados se enfrentan a difíciles obstáculos a causa de lo que la pobreza ha hecho a los pobres. Ciertamente la mayor parte de los personajes que aparecen en este libro son seres humanos muy lastimados. Pero con todos sus defectos y debilidades, son los pobres quienes surgen como los verdaderos héroes del México contemporáneo, porque ellos están pagando el costo del progreso industrial de la nación. En verdad, la estabilidad política de México es un triste testimonio de la gran capacidad para soportar la miseria y el sufrimiento que tiene el mexicano común. Pero aun la capacidad mexicana para el sufrimiento tiene sus límites, y a menos que se encuentren medios para lograr una distribución más equitativa de la cada vez mayor riqueza nacional y se establezca una mayor igualdad de sacrificio durante el difícil periodo de industrialización, debemos esperar que, tarde o temprano, ocurrirán trastornos sociales.

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