Literatura
Enviado por GerardoVidales • 4 de Marzo de 2015 • 2.924 Palabras (12 Páginas) • 155 Visitas
Preparatoria Virtual CNCI
Literatura I
Proyectó modular IV
Nombre: Isidro Gerardo Vidales Espinosa
Tuto: Domingo Alejandro Garza Rodríguez
Matricula: 13409
Guadalupe N.L. a 27 de Enero del 2015
Doña Narcisa y Don Laurenco.
Doña Narcisa de Martínez era una señorona de una edad indefinida entre ser vieja y tener aún la energía para poner patas arriba el mundo. Su rostro reflejaba una belleza que durante su juventud debió ser explosiva. Sus ojos verdes tenían todavía el vigor de la mocedad y su voz poseía la energía de la tormenta y la ternura del niño, cuando era necesario. La mayor virtud de doña Narcisa era su gran habilidad gastronómica. En una mañana podía cocinar la sopa de gallina más exquisita y empezar a preparar los ingredientes para los tamales de la cena y la flor de izote con huevo. Podía hacer las pupusas más deliciosas que se hayan podido cocinar en todo el territorio salvadoreño y acompañarlo con la tan sabrosa cochinita atiquizayense. Sin embargo su especialidad era el chilate, el atol de elote y el atol shuco. Pero la cubría un defecto bien evidente, y era el de quejarse de esto y de lo otro cuando estaba aburrida. Cuando las tardes se volvían calurosas era peor que una niña sin poder jugar en medio de una “reunión de adultos”, se volvía terca e impaciente y desde que por cuestiones de salud cerró la tiendita que había puesto en su casa se dedicaba a hablar hasta por los codos de todo y de todos. Y esa mañana de marzo se había despertado con todos los achaques del universo encima.
Me duele el espinazo.
Lo dijo como si hablara sola; pero quería que su esposo, don Laureano Martínez, la escuchara.
Mmmm… balbuceó, don Laureano.
Tengo un dolor en la rabadilla como si tuviera una estaca clavada.
Esta vez no hubo respuesta de parte don Laureano, un hombre de la tercera edad, fuerte y de pocas palabras. Se encontraba muy concentrado leyendo el periódico, porque eso sí era como una religión para él; don Laureano necesitaba leer y saber qué era lo último que había pasado en su país y en el mundo; se sabía de memoria las capitales de todos los países y el nombre de sus gobernantes desde antes que él naciera. Todos los acontecimientos que estallaban en el planeta los tenía dentro de su cabeza y cuando hallaba un oído dispuesto e interesado en el rumbo de la humanidad, don Laureano le descargaba una cantidad casi abrumadora de información. Sin embargo, su esposa Narcisa no era alguien que quisiera escuchar nada de eso.
¡Laureano, de verdad, no me puedo enderezar! Me duele el carretón del lomo. Ha de haber sido porque ayer tuve que jalar agua yo sola desde el pozo hasta la cocina, porque vos, Laureano Martínez, no se te dio la gana de hacerlo, ¡todo por estar ahí en la hamaca leyendo todas esas babosadas del diario que no sirven para nada!
Laureano se dignó a mirar sobre sus lentes de presbicia. Tomando fuerzas y aspirando hondo Laureano le respondió con ironía:
Yo siento que ando chimbolos en la barriga, se me duermen las manos, me chagüitean los ojos y no me quejo por nada de eso, Narcisa.
¡Sos un insensible, Laureano! Ya le dije a la Toña que me porracee el lomo y no se me quita el dolor. Y a vos no te importa que me muera y que me coman todos los gusanos de El Salvador. Ahí te quiero ver llorando cuando no tengas quien te caliente el café.
Sí me importa, mujer, pero dejá que termine de leer el diario, por favor. Estate callada y en juicio por un rato nada más.
Doña Narcisa se levantó de la mecedora con un gesto de enojo y salió, ante la indiferencia de don Laureano, hacia el gran patio de la casa de campo, en la que vivían ellos, que tenía la ventaja de la amplitud y del aire fresco que entraba.
A lo lejos doña Narcisa alcanzó a ver a la niña de sus ojos, la pequeña Fátima María Salazar, embelesada jugando con un triciclo rojo que manejaba a la perfección, no importando si el terreno en que andaba fuera pedregoso, empinado o liso. La chiquilla de 6 años que aquella y don Laureano cuidaban como si fuera sangre de su sangre, era el amor de los dos viejos. Aunque quizá la alcahueteaban un poco, cosa que nunca hicieron con sus propios hijos. En realidad Fátima María, era la hija del patrón. Pero los dos viejos la querían mucho, la veían como a una hija porque desde que era un bebé, ellos la habían cuidado con esmero. Al principio había en ese amor una especie de lástima y de reclamo.
¿Cómo es posible que una madre abandone a su propia hija, Laureano?
¡Irene no abandonó a su hija, mujer! No tergiverses las cosas. Recuerda bien que ella se tuvo que ir a trabajar a Guatemala por pura necesidad, no por gusto y gana.
Esa muchacha bien pudo trabajar aquí. Una mujer se las puede arreglar en cualquier lugar sin abandonar a sus hijos. Mira a la Lupe, ha criado a sus hijos a puro lavado y planchado ajeno. Además, el señor Antonio, le podía dar todo lo que necesitara, sólo tenía que haber cumplido con las tareas de esposa y ya. Pero no, desde chiquita siempre fue inquieta, ¡chiribisca!, ¡ajuate! Quizás por eso, de acordarme de tanta ingratitud, todas las mañanas me da un piquete en las chiches, se me engrifan las manos y siento tetelque la lengua… Eso que hizo Irene, no tiene perdón de Dios. Fíjate bien lo que te digo, Laureano.
Y luego con un aire nostálgico doña Narcisa agregó:
Aunque era bien chula la jodida. ¡Lástima!
¡Púchica! Hablas de ella como si ya se hubiera muerto –dijo con indignación don Laureano.
¡Para mí es como si estuviera muerta!
Pero bien que te echas a la bolsa los quetzales que manda todos los meses. Ahí si no está muerta, ¿verdad?
¡Esos quetzales no son para mí, sino que para la niña Fátima!
Don Laureano sólo respondió con un gesto de duda y resignación: levantó las cejas y arrugó la boca. Y luego sumergió la mirada en los periódicos.
Sí y no. En realidad, lo que decía doña Narcisa era cierto. Antonio Salazar, el padre de Fátima María, tenía suficiente dinero para mantener a su familia con todas las comodidades imaginables. Era dueño de muchas tierras y de numerosos negocios, especialmente de varias e inmensas fincas de café. Y sembrar café, en aquellos días, era casi como plantar oro.
Pero lo que decía don Laureano era cierto también. La madre de Fátima, Irene Pérez, era una mujer de cuna pobre,
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