TEXTOS Y CONTEXTOS DE LA PERSUASIÓN
Enviado por Yinnat • 1 de Septiembre de 2013 • 9.356 Palabras (38 Páginas) • 577 Visitas
UNES, 21 DE SEPTIEMBRE DE 2009
EPÍLOGO, Cómo aprendí a leer
EPÍLOGO
Felipe Garrido (1999)
CÓMO APRENDÍ A LEER
Debo comenzar por disculparme. Acabo de anotar un título excesivamente presuntuoso. Nadie, en verdad puede jactarse de haber terminado de aprender a leer. Un lector estará aprendiendo a leer siempre. Pues leer, esa compleja operación de atribuir sentido y significado a los signos que nos rodean, es una habilidad que siempre puede ser perfeccionada. Leemos el rostro y el gesto de un interlocutor; leemos una pintura o una fotografía; leemos un mapa, un diagrama una señal de tránsito. Leemos el mundo.1Leemos también palabras y textos. Siempre que he hablado de lectura en este libro, me he referido a la lectura y la escritura de textos que es, por así decirlo, la lectura por antonomasia, la lectura prototípica. Pero no es descabellado referirse a la lectura de otros sistemas de signos, de otros códigos, porque sin esa lectura los textos serán sistemas vacíos. Los textos valen porque se dan en un contexto; porque son signos que se remiten a un sistema de signos más amplios, que los abarca. La lectura, la lectura de textos, comienza, como ha dicho Paulo Freire, por la lectura del mundo. 2En un lector, una y otras lecturas se esclarecen, se enriquecen, se complementan; arman un juego de espejos; son mutuamente imprescindibles. No existe oposición entre la lectura del texto y la lectura del mundo. Por el contrario, el paso de una a otra hace crecer nuestra conciencia. Fui alfabetizado en casa, sin que me diera cuenta, con la misma naturalidad con la que aprendí a hablar. Había libros y revistas. Mi madre y mi padre leían, nos leían a mí y a mis hermanas, y nos contaban cuentos, episodios históricos, noticias astronómicas, estampas de viajes y de la vida animal. Mi padre era un cuentero más que respetable; algún día, mucho tiempo después, descubrí que, como buen cuentero, no vacilaba para apropiarse historias ajenas; cada vez que he tropezado con las fuentes librescas de sus relatos he vuelto a sonreír y agradecerle que nos los diera así, sin más explicación que la narración misma. Las lecturas eran otra cosa; allí en las manos de mis padres estaba el libro, ese objeto codiciable que podía llegar a las mías. Poco a poco fueron llegando mis libros: los que me regalaban, los que me ganaba, los que me llevaban a comprar. No recuerdo cuál fue el primero que compré con mi propio dinero, pero debe haber sido muy temprano en mi vida. Que el dinero pudiera ser cambiado por libros era una clara demostración de su importancia. Pasaron muchos años para que yo me diera cuenta de que munditos como el mío, donde todos leían, eran espacios de excepción. Quizá nunca me lo pregunté hasta que me vi convertido en maestro y lo descubrí en mis
1
La imagen del mundo o del universo como un libro es tan veja como la escritura y los libros. Muhammad ibn Arabi. El místico sufi del siglo XII, por ejemplo, dique que "El universo es un libro inmenso. Los signos de este libro están escritos, en principio, con la misma tinta y son transcritos a la tablilla eterna por la pluma divina".
2
Dice Freire; "el acto de leer no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no puede prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto". ("La importancia del lector de leer", en La importancia de leer y el proceso de liberación, Siglo XXI, México, 1986, 4ª ed., p. 94)
alumnos. No me avergüenza confesar mi ingenuidad: ¡leer era algo tan natural! ¿Quién podía no leer? Ni siquiera lo sentía como una actividad especial. Y, sin embargo, aunque yo pudiera dar cuenta de muchos libros leídos, no estaba sino comenzando a leer; leía con los ojos semiabiertos, y no lo sabía. Diré en mi favor que si había leído con los ojos a medias, lo había hecho constantemente. Memorizaba y decía poemas que ahora sé que apenas comprendía, pero sus palabras me fascinaban. Entraba y salía del laberíntico y maravilloso El tesoro de la juventud. Leía cuentos, ensayos y novelas. Leía todos los días: todo Verne, algo de Salgari, algo de Jack London, La isla del tesoro, los cuentos policiales de Chesterton y algunos de sus ensayos, todo Grimm, mitología clásica, la primera parte del Popol Vuh, los ciclos de Arturo y de Roldán, Payno, Inclán, Canek, El lobo estepario, Muñoz Sherlock Holmes, Poe, Darío, Díaz Mirón, León Felipe, romances y corridos... un día descubrí a Garcilaso y a sor Juana... Dos maestros me revelaron mundos nuevos: de Alberto Godínez ya hablé arriba, en "Dos lecciones", el otro fue Miguel el Viejo López, que en la preparatoria me descubrió a González Martínez y Neruda, a Quiroga y Azuela; que podía detenerse en el patio para recordar un verso y con una palabra, a veces con solamente un gesto volverlo próximo, comprensible, iluminarlo. Un día de febrero de 1961, cuando había ya llegado a la Facultad de filosofía y letras, en la UNAM, una mujer pequeñita en su cuerpo y gigantesca en su magisterio, María del Carmen Millán, nos pidió a sus alumnos de introducción a las investigaciones literarias, en el primer año de la carrera, que leyéramos "Talpa". El cuento de Rulfo nos deslumbró —mérito desnudo del texto; en eses momento ninguno de nosotros había leído ni siquiera a Blanco Aguinaga, que seis años antes había publicado su agudo ensayo—, pero nadie estaba preparado para la pregunta que hizo la maestra: "¿Por qué ese par de amantes, cuando consiguen matar a Tanilo Santos—esposo de ella, hermano de él— tienen que separarse?" Nos miramos, desconcertados, unos a otros. Todos habíamos leído el cuento, pero nadie lo había interrogado; nadie se había cuestionado sobre el carácter ni los motivos de los personajes; nadie había examinado las palabras ni los sabios silencios de Rulfo; nadie había reconocido ni mucho menos explorado el alarde de técnica que es la estructura de ese cuento. "Niños —nos dijo la maestra—, hay que leer con los ojos abiertos." Ese comentario bastó para cambiar las vidas de muchos de nosotros. Leer con los ojos abiertos: poner en el texto la parte que le corresponde al lector. Ir hacia el texto, interrogarlo, perderle el respeto, ponerlo en tela de juicio. No fue María del Carmen Millán la única maestra que nos enseñó a leer. Antonio Alatorre, Margit Frenk, Sergio Fernández, Margo Glantz nos enseñaron a desconfiar
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