Apologia De Socrates
Enviado por 19910605 • 4 de Noviembre de 2014 • 10.903 Palabras (44 Páginas) • 206 Visitas
PLATÓN
APOLOGIA DE SÓCRATES
SÓCRATES
No sé, atenienses, la sensación que habéis experi-mentado por las palabras de mis acusadores. Cierta-mente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente habla-ban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero. De las muchas mentiras que han urdido, una me causó especial extrañeza, aquella en la que de¬cían que teníais que precaveros de ser engañados por mí porque, dicen ellos, soy hábil para hablar. En efec¬to, no sentir vergüenza de que inmediatamente les voy a contradecir con la realidad cuando de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me ha parecido en ellos lo más falto de vergüenza, si no es que acaso éstos llaman hábil para hablar al que dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis bellas frases, como las de éstos, adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos, sino que vais a oír frases dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque estoy seguro de que es justo lo que digo, y ninguno de vos¬otros espere otra cosa. Pues, por supuesto, tampoco sería adecuado, a esta edad mía, presentarme ante vos¬otros como un jovenzuelo que modela sus discursos. Además y muy seriamente, atenienses, os suplico y pido que si me oís hacer mi defensa con las mismas expre¬siones que acostumbro a usar, bien en el ágora, encima de las mesas de los cambistas, donde muchos de vos¬otros me habéis oído, bien en otras partes, que no os cause extrañeza, ni protestéis por ello. En efecto, la situación es ésta. Ahora, por primera vez, comparezco ante un tribunal a mis setenta años. Simplemente, soy ajeno al modo de expresarse aquí. Del mismo modo que si, en realidad, fuera extranjero me consentiríais, por supuesto, que hablara con el acento y manera en los que me hubiera educado, también ahora os pido como algo justo, según me parece a mí, que me permitáis mi ma¬nera de expresarme -quizá podría ser peor, quizá mejor- y consideréis y pongáis atención solamente a si digo cosas justas o no. Éste es el deber del juez, el del orador, decir la verdad.
Ciertamente, atenienses, es justo que yo me defienda, en primer lugar, frente a las primeras acusaciones falsas contra mí y a los primeros acusadores; después, frente a las últimas, y a los últimos. En efecto, desde antiguo y durante ya muchos años, han surgido ante vosotros muchos acusadores míos, sin decir verdad alguna, a quienes temo yo más que a Ánito y los suyos, aun siendo también éstos temibles. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente, diciendo que hay un cierto Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, atenienses, los que han extendido esta fama, son los temibles acusadores míos, pues los oyentes consi-deran que los que investigan eso no creen en los dioses. En efecto, estos acusadores son muchos y me han acu-sado durante ya muchos años, y además hablaban ante vosotros en la edad en la que más podíais darles cré¬dito, porque algunos de vosotros erais niños o jévenes y porque acusaban in absentia, sin defensor presente. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera es posible conocer y decir sus nombres, si no es precisamente el de cierto comediógrafo. Los que, sirviéndose de la en¬vidia y la tergiversación, trataban de persuadiros y los que, convencidos ellos mismos, intentaban convencer a otros son los que me producen la mayor dificultad. En efecto, ni siquiera es posible hacer subir aquí y poner en evidencia a ninguno de ellos, sino que es necesario que yo me defienda sin medios, como si combatiera sombras, y que argumente sin que nadie me responda. En efecto, admitid también vosotros, como yo digo, que ha habido dos clases de acusadores míos: unos, los que me han acusado recientemente, otros, a los que ahora me refiero, que me han acusado desde hace mucho, y creed que es preciso que yo me defienda frente a éstos en primer lugar. Pues también vosotros les habéis oído acusarme anteriormente y mucho más que a estos últimos.
Dicho esto, hay que hacer ya la defensa, atenienses, e intentar arrancar de vosotros, en tan poco tiempo, esa mala opinión que vosotros habéis adquirido durante un tiempo tan largo. Quisiera que esto resultara así, si es mejor para vosotros y para mí, y conseguir algo con mi defensa, pero pienso que es difícil y de ningún modo me pasa inadvertida esta dificultad. Sin embargo, que vaya esto por donde al dios le sea grato, debo obe¬decer a la ley y hacer mi defensa.
Recojamos, pues, desde el comienzo cuál es la acusa-ción a partir de la que ha nacido esa opinión sobre mí, por la que Meleto, dándole crédito también, ha presentado esta acusación pública. Veamos, ¿con qué palabras me calumniaban los tergiversadores? Como si, en efecto, se tratara de acusadores legales, hay que dar lectura a su acusación jurada. «Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas sub¬terráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros». Es así, poco más o menos. En efecto, también en la comedia de Aristófanes veríais vosotros a cierto Sócrates que era llevado de un lado a otro afirmando que volaba y dicien¬do otras muchas necedades sobre las que yo no entiendo ni mucho ni poco. Y no hablo con la intención de menos-preciar este tipo de conocimientos, si alguien es sabio acerca de tales cosas, no sea que Meleto me entable proceso con esta acusación, sino que yo no tengo nada que ver con tales cosas, atenienses. Presento como tes-tigos a la mayor parte de vosotros y os pido que cuan¬tos me habéis oído dialogar alguna vez os informéis unos a otros y os lo deis a conocer; muchos de vosotros estáis en esta situación. En efecto, informaos unos con otros de si alguno de vosotros me-oyó jamás dialogar poco o mucho acerca de estos temas. De aquí conoce¬réis que también son del mismo modo las demás cosas que acerca de mí la mayoría dice.
Pero no hay nada de esto, y si habéis oído a alguien decir que yo intento educar a los hombres y que cobro dinero, tampoco esto es verdad. Pues también a mí me parece que es hermoso que alguien sea capaz de educar a los hombres como Gorgias de Leontinos, Pró¬dico de Ceos e Hipias de Élide. Cada uno de éstos, ate¬nienses, yendo de una ciudad a otra, persuaden a los jóvenes -a quienes les es posible recibir lecciones, gra¬tuitamente del que quieran de sus conciudadanos- a que abandonen las
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