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Capitulo III Anillo Giges


Enviado por   •  13 de Noviembre de 2014  •  3.731 Palabras (15 Páginas)  •  384 Visitas

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III. ¿EXISTE UN FIN DEL HOMBRE?

“El bien es el fin de todas las acciones

y aquello en vistas de lo cual

todo lo demás debe ser hecho”.

Platón.

EL FIN DEL HOMBRE

26. En la vida hay cosas que nos ocurren y otras, en cambio, que nosotros hacemos. Así, entre las primeras, crece nuestro pelo, late nuestro corazón y nuestro cuerpo secreta adrenalina cuando se enfrenta a un peligro grande y sorpresivo. Estos términos pertenecen al género de lo que meramente nos sucede, sin que intervenga nuestra voluntad. Se trata de acciones y reacciones que no dependen de nosotros, sino que son expresión de nuestra biología. Junto a ellas, hay otro grupo de cosas que son las que de hecho hacemos pero podríamos no hacerlas: por ejemplo, leer estas páginas o llamar a alguien por teléfono. Estas últimas son propiamente actividades nuestras, mientras que las primeras simplemente suceden en nosotros. Los medievales llamaban a unas —las que se producen por intervención de la libertad— “actos humanos” y a las otras “actos del hombre”. Ambas actividades son muy importantes, pero unas —los actos humanos— son exclusivas nuestras, mientras que las otras las tenemos en común con el resto de los animales. Se trata de una distinción importante. Únicamente somos responsables de los actos que podemos llamar humanos, pues sólo en ellos nos proponemos un fin y elegimos los medios para alcanzarlo. En otras palabras, somos responsables de estos actos porque depende de nosotros el hacerlos o no. En los actos del hombre también existe una finalidad, pero ella no es puesta por nosotros. Por eso resulta ridículo tratar mal a una persona por factores, como la raza o el lugar de su nacimiento, que no dependen de ella. El derecho y la moral se preocupan sólo de aquello que es fruto de la libertad.

NECESIDAD DE UN FIN

27. Detrás de cada acto humano, entonces, podemos reconocer un fin. Existe, en principio, una coherencia entre lo que hacemos y lo que perseguimos. Sin embargo, vemos que los hombres persiguen cosas muy diversas, basta pensar en Nerón, Carlomagno, Stalin, Homero Simpson o Teresa de Calcuta. ¿Son equivalentes todas sus aspiraciones? ¿Da lo mismo dedicar la vida al servicio de los demás o a su explotación? Por otra parte, ¿hay un fin que sea común a todos los hombres, o cada uno debe buscar hacer en la vida lo que le parezca? En realidad, siempre hacemos lo que nos parece, pero, ¿da lo mismo qué sea eso? A primera vista, si todos tenemos un único fin se corre el riesgo de introducir una monótona uniformidad en la vida humana. Sin embargo, pensar que no hay un fin común a los hombres tiene también grandes inconvenientes, como el de basar la unidad del género humano sólo en la pertenencia biológica a una especie. Esto llevaría a prescindir de un fundamento más profundo, como podría ser la existencia de una naturaleza humana, que permita explicar antropológicamente la igualdad fundamental de los miembros de nuestra especie. Por lo mismo, desde el punto de vista político, puede resultar muy peligroso que algunos hombres decreten que otros no tienen el mismo fin que ellos y, por tanto, no son acreedores de los mismos medios —incluido el respeto por la propia dignidad— para lograrlo.

Para intentar responder en alguna medida a esas preguntas es necesario hacer antes algunas constataciones elementales. La primera es que todo lo que se hace, sea o no relevante desde el punto de vista ético, se hace por un fin. Es imposible encontrar un acto humano que no esté dirigido a un fin, cada vez que hacemos algo lo hacemos por algo. Este fin es cierta cosa que consideramos buena desde algún punto de vista. Por eso, el personaje Sócrates en el Gorgias dice que “es en vistas del bien que todas las cosas son hechas por aquellos que las hacen [...]. Deseamos los bienes: las cosas que no son ni buenas ni malas o que son malas no las deseamos”. Esta es una idea importante. Aunque los hombres seamos falibles, no podemos equivocarnos en creer que hacemos algo en vistas del bien, aunque sí podemos equivocarnos al pensar que eso es realmente bueno para nosotros, como Gollum, en El Señor de los anillos, que a fuerza de abusar del anillo que lo tornaba invisible había terminado por perder hasta su apariencia física original. Es el caso de alguien que, aún creyendo estar buscando su propio bien, hace lo que, en realidad, no le conviene.

Tener conciencia de eso es propio de los seres racionales y tiene que ver con el tema de la responsabilidad, que veremos más adelante. Ante cada uno de nuestros actos, un observador podría preguntarnos por el porqué –o, más precisamente por el para qué– y nosotros deberíamos ser siempre capaces de dar una respuesta. Si no pudiésemos dar una explicación, sería señal de que no se trató de un acto humano, sino sólo del hombre, como lo que realiza un sonámbulo o un hipnotizado. Tampoco basta con responder: “porque tuve ganas”, ya que eso significaría que hemos tratado un acto humano como si fuese sólo un acto del hombre, algo que no se halla sometido a nuestra razón. Y no sería verdad. Tenemos que ser capaces de dar razones que expliquen el fin de nuestra conducta y, para hacerlo, no basta con cualquier razón, sino que se requiere que sea aceptable.

28. Aunque todo lo que hacemos lo hacemos por algo, es interesante constatar que ese algo o fin no siempre constituye la razón última de nuestro actuar. A lo mejor alguien lee estas páginas para conocer la materia de una prueba y obtener una buena nota. Pero la búsqueda de una buena calificación en un curso está lejos de constituir el objetivo final de la existencia. Obtener una buena nota es un fin, pero no un fin final, sino un fin subordinado a otros propósitos. Con todo, no parece posible que sólo existan estos fines que son a la vez medios para otra cosa. Si cada cosa que buscamos la buscamos en función de otra, y ésta de otra, y así hasta el infinito, o sea, si no existiera en el orden de nuestras motivaciones un fin que deseáramos por sí mismo y al que, por tanto, se dirigieran, en último término, todas nuestras decisiones, es altamente probable que éstas serían muy aleatorias. Consiguientemente, nuestras acciones apuntarían en direcciones diversas y hasta opuestas entre sí. Esto es propio de una persona de la cual decimos que vive desorientada, cuya vida se asemeja a la situación de un navegante que no es capaz de distinguir la posición del oriente y, entonces, boga sin rumbo fijo. Ya Aristóteles advirtió que una regresión al infinito en los fines de nuestras acciones haría vano y vacío nuestro deseo. Y en otro pasaje dice que no organizar la vida en vistas de un fin autosuficiente es signo de gran insensatez. En todo caso, aún esta

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