Inteligencia Emocional
Enviado por chembito • 5 de Mayo de 2013 • 2.659 Palabras (11 Páginas) • 334 Visitas
EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el
momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso,
ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que
hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús
en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un
hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me
obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que
subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero,
aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía
afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba
teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo
mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban
ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué
decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le
producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un
pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el
halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga
un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día
acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a
la forma en que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los mecanismos de la
emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro
de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus pasajeros, se extendía por toda la
ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el
nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus
corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de
la última semana:
En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos
compañeros de tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e
impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes
se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una
serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud con un revólver de calibre 38.
El periodista subraya el aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias
que se interpretan como faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de doce años fueron
cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su
conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al pequeño». Cuya falta, la mayoría de las
veces, había consistido en una «infracción» tan grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar
los pañales.
3Daniel Goleman
Inteligencia Emocional
Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y
niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar
su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su creencia de que los
culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su
declaración diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la
degradación de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de
control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie
permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra,
acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye
el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de
nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos años constituyen la
apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños
cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños
abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la
violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la
depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia:
escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a
sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático
son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el
moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que
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