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Niño De Sol, Niña De Luna


Enviado por   •  5 de Diciembre de 2013  •  6.793 Palabras (28 Páginas)  •  238 Visitas

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WATHO

ERASE que se era una bruja que quería saberlo todo. Pero cuanto más sabe una bruja, más cabezazos puede pegarse contra la pared, si acaso llega a toparse con alguna. Se llamaba Watho y tenía un lobo dentro. Las cosas no le importaban en sí mismas, lo que le Importaba era enterarse de ellas, y se acabó. No es que fuera cruel por naturaleza, pero el lobo la había vuelto cruel. Era alta, elegante y enérgica. Tenía el cabello rojo, la piel muy blanca y unos ojos negros con destellos de fuego. Solía caminar erguida, pero de vez en cuando se encorvaba, presa de temblores, y tenía que sentarse un rato con la cabeza vencida sobre el hombro, como si el lobo se le hubiera salido y le anduviera por la espalda.

AURORA

Un día vinieron dos señoras a visitar a Watho. Una de ellas era dama de la corte y su marido, encargado de una difícil embajada, estaba de viaje en lejanas tierras. La otra, una joven viuda, acababa de quedarse ciega a raíz de la muerte de su marido. Watho las aposentó en alas opuestas de su castillo, de tal manera que ninguna de las dos llegó a conocer la existencia de la otra.

El castillo estaba situado en la ladera de una montaña que se deslizaba en suave pendiente hasta una vaguada estrecha, por donde fluía un río de cauce pedregoso e incesante murmullo. El jardín del castillo bajaba hasta la orilla de acá del río, tapiado por altas murallas que lo cruzaban y que morían en la otra ribera. Cada muralla estaba rematada por una doble fila de almenas, entre las cuales discurría un angosto pasillo.

Aurora, la primera de las dos damas, ocupaba en lo más alto del castillo un espacioso aposento de varias habitaciones muy hermosas y orientadas a poniente. Las ventanas sobresalían a modo de miradores dominando el jardín y abarcaban un panorama espléndido que se extendía más allá del río. El otro lado del valle, escarpado aunque no demasiado alto, dejaba ver a lo lejos algunas cumbres nevadas. Aurora abandonaba muy pocas veces sus habitaciones, pero su ambiente diáfano, el hermoso paisaje, la belleza del cielo y la luz del sol, unidos a la compañía de Watho, encantadora con ella, y que la rodeaba de libros, instrumentos musicales, cuadros y otras curiosidades, ahuyentaban cualquier posibilidad de aburrimiento. Comía ciervo y perdices, bebía leche y otras veces un vino burbujeante, suave y transparente.

Su cabello era rubio como el oro, ondulado y rematado por bucles; tenía la piel clara, aunque no tan blanca como la de Watho, y los ojos de un azul parecido al del cielo cuando está más azul, facciones delicadas pero enérgicas y una boca muy grande, bien perfilada y de sonrisa hechicera.

VÍSPERA

A espaldas del castillo surgía la colina de forma tan abrupta que el torreón del noroeste tocaba la roca y se comunicaba con el interior de ella. Porque en la roca había excavada una serie de habitaciones, cuya existencia solamente conocía Watho y la única criada en quien ella confiaba, llamada Falca. Los antiguos propietarios habían construido estos aposentos siguiendo probablemente el modelo de las tumbas preparadas para los reyes de Egipto, porque en el centro de una de ellas se veía algo parecido a un sarcófago. Las otras estaban tapiadas. Las paredes y el techo de aquella habitación estaban esculpidos con bajorrelieves y decorados por extrañas pinturas. Allí es donde la bruja alojó a la señora ciega, que se llamaba Víspera. Tenía los ojos muy negros con largas pestañas muy negras también, la piel parecía de plata sucia, pero de suave textura y colorido; el cabello, negro y sedoso, le caía liso por la espalda. Tenía unos rasgos de dibujo delicado que un gesto de melancolía hacía aún más adorables, aunque pudiera parecer que les restaba belleza. Daba la impresión de que lo único que anhelaba era tumbarse y no volverse a levantar nunca. No sabía que estaba viviendo en una tumba, aunque de vez en cuando se preguntaba por qué no habría ventanas allí. Había varios sofás tapizados de ricas sedas, tan suaves como sus propias mejillas, para que pudiera descansar a su antojo, y las mismas alfombras eran tan mullidas que hubiera podido yacer en cualquier sitio; después de todo, se trataba de una tumba. El ambiente era cálido y seco, porque una ingeniosa ventilación a base de orificios lo mantenía siempre fresco. Sólo faltaba la luz del sol. A esta señora la bruja la alimentaba con leche y un vino negro como el carbunclo, toronjas, uvas negras y pájaros de los que viven en los pantanos. Tocaba para ella lúgubres melodías, y encargaba a lastimeros violinistas que acompañaran su encierro, le contaba cuentos tristes, y, en una palabra, había creado en torno suyo una atmósfera de pegajosa melancolía.

FOTOGÉN

De acuerdo con los deseos de Watho, porque las brujas siempre consiguen lo que desean, la bella Aurora dio a luz un hermoso niño. Abrió los ojos coincidiendo exactamente con la salida del sol. Watho lo trasladó inmediatamente a un lugar distante del castillo, y le dijo a la madre que solamente una vez se le había oído llorar y que en seguida murió. Agobiada por el dolor, Aurora abandonó el castillo lo más pronto que pudo, y Watho no volvió a invitarla nunca.

A partir de entonces, la mayor preocupación de la bruja fue la de que el niño no conociera la oscuridad. Se esforzó tenazmente en educarlo para que aprendiera a no tener nunca sueño durante el día ya no despertarse jamás por la noche. Nunca le dejaba ver nada de color negro, y apartaba de su camino todos los tonos oscuros.

Procuraba, dentro de lo posible, que ninguna sombra se cerniera sobre él, es decir, vigilaba las sombras como si se tratara de seres vivos capaces de hacerle daño. Se pasaba el día bronceándose bajo la luz esplendorosa del sol, en los mismos amplios aposentos que su madre había ocupado. Watho lo aficionó al sol, hasta que llegó a recibir y soportar más rayos solares sobre su piel que el africano de tez más negra. En las horas de más calor del día, lo desnudaba y lo dejaba al sol, para que madurara como un melocotón, y al chico le gustaba tanto que oponía resistencia cuando volvían a vestirlo. Empleó a fondo toda su sabiduría para que sus músculos se hicieran resistentes y flexibles, dispuestos para responder prontamente a cualquier estímulo, de tal manera que el alma -decía Watho risueña- pudiera aposentarse en ellos, habitar todas sus fibras, estar en toda partes, lista para despertar en cuanto la llamaran. Su cabello era de oro rojo, pero sus ojos se fueron oscureciendo a medida que crecía, hasta que llegaron a volverse tan negros como los de Víspera. Era la criatura más alegre del mundo, siempre riéndose, siempre entusiasmándose, y cuando alguna vez se enfadaba, borraba inmediatamente el enfado una nueva risa. Watho lo

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