Planteamientos de Agustin de Hipona
Enviado por daniiamalik • 21 de Abril de 2015 • 2.920 Palabras (12 Páginas) • 247 Visitas
Descripción de los planteamientos de Agustin de Hipona
Razón y fe y la búsqueda de la verdad
Ya hemos visto que uno de las conflictos más importantes de la Edad Media es el conflicto entre razón y fe. Para Agustín de Hipona, sin embargo, que en su propia experiencia vital volvió al cristianismo por mediación de Plotino, el conflicto entre razón y fe no podía existir. En su opinión, la verdad es una, y una es también, en el fondo, la doble comprensión y posesión de ella, respectivamente facilitadas por una inteligencia y una creencia que no pueden dejar nunca de apoyarse entre sí. Las fórmulas con las que San Agustín trató de resumir esa posición son muy conocidas: «Comprende para creer. Cree para comprender» («Intellige ut credas. Crede ut intelligas»), dice en el Sermón, 43, 7. En cualquier caso, la primacía la tiene siempre la fe: «Creo todo lo que entiendo, mas no entiendo todo lo que creo», reconoce enSobre el maestro, XI, 37. De hecho, si no fuese así, si no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, entonces el profeta habría dicho sin razón: “Si no creéis, no entenderéis”. Pero el profeta ha hablado con razón, y la frase “Si no creéis, no entenderéis” ha pasado a ser una de las divisas del pensamiento agustiniano.
Se puede decir que lo que organiza, vertebra y da sentido a toda la labor filosófica de Agustín es la búsqueda de esa verdad única, la búsqueda del conocimiento. En este contexto, “verdad” no se refiere solamente a una propiedad lógica de ciertas proposiciones, sino que tiene una dimensión existencial fundamental. La verdad que busca Agustín es la verdad que plenifica, salva y hace feliz. El conocimiento al que aspira es un conocimiento que conmueve completamente la vida de una persona, un conocimiento en el que el alma puede por fin encontrar paz y descanso.
La verdad. Su posibilidad y su objeto
Para comenzar nuestro estudio de San Agustín nos hacemos la siguiente pregunta: ese conocimiento que persigue Agustín y que procura sabiduría, paz y felicidad, es ¿conocimiento de qué? ¿cuál es el objeto de ese conocimiento? ¿qué es lo que se conoce en ese conocimiento?. Agustín contesta: es el conocimiento de Dios y del alma, y todo ello en el horizonte de la verdad. Vamos a ver cómo se despliega esta pregunta.
En primer lugar, si estamos diciendo que el conocimiento que salva es el conocimiento de Dios y del alma, estamos dando por supuesto que es posible conocer cosas, que es posible conocer ciertas verdades. Estamos presuponiendo, en definitiva, que el conocimiento es posible, y esto es justamente lo que habían negado los escépticos (ver más arriba). Así pues, tendremos que mostrar que el conocimiento es posible (de manera similar a como Aristóteles había tenido que mostrar –contra Parménides– que el movimiento es posible). ¿Cómo demuestra San Agustín que es posible conocer algo con certeza? Mediante un tipo de argumento que utilizará (en otro contexto y con otros fines) Descartes mucho tiempo después y que será fundamental en la Edad Moderna: el argumento de la autoconciencia: puesto que todo lo externo, todo lo que pertenece al mundo de los sentidos cambia incesablemente, Agustín vuelve la vista hacia el interior de sí mismo y descubre dentro de sí una primera certeza fundamental, suficiente para derrotar a los críticos escépticos. Este certeza consiste en que, piense lo que yo piense, e incluso si estoy equivocado y estoy preso de un engaño, sé con plena certeza que soy algo que piensa. Aunque todas las demás cosas sean mentira y fantasías mías, sé que al menos puedo estar seguro de esto: soy una conciencia pensante. Es pues innegable que «todas las almas se conocen a sí mismas con certidumbre absoluta.
Ya ha asegurado San Agustín que se puede conocer, que el alma puede conocer cosas. Y lo ha mostrado dando un primer paso hacia su propio interior. Pero, ¿sólo se conoce a sí misma el alma? Poco habríamos avanzado desde luego si sólo pudiésemos conocer el alma. De hecho, cuando el hombre se vuelve a su interior y contempla su alma, se tropieza con una pluralidad de conocimientos, y de hecho también en su interior va a encontrar a Dios. Veamos cómo es el proceso.
Las dos ciudades
La ciudad de Dios es el título de la obra quizá más influyente de Agustín de Hipona. En ella ofrece un esquema sencillo, pero poderoso, de clasificación de las sociedades. Y al mismo tiempo presenta las bases de una filosofía de la historia que atraviesa toda la Edad Media, y cuyos ecos llegan aún a nuestros días. Se ha hecho notar que en esta reflexión de San Agustín influyen decisivamente dos hechos: por un lado a) la revelación cristiana, y por otro lado, b) el saqueo de Roma en 410 por las tropas de Alarico. Este saqueo fue un auténtico shock para todo el mundo antiguo, porque se consideraba en cierto modo que Roma era un imperio definitivo y eterno, y que nunca iba a caer. En el caso de Agustín, como cristiano, el suceso tenía una significación doblemente importante, porque algunos acusaron al cristianismo de haber provocado la debilidad de Roma.
Las organizaciones humanas, sostiene San Agustín, pueden dividirse según:
La «ciudad de Dios» (civitas Dei), que se rige por el principio del amor a Dios. Es la «ciudad» formada por personas cuya voluntad busca a Dios y acata sus leyes, es decir, personas que anteponen el amor a Dios al amor a sí mismos.
La «ciudad del mundo» (civitas terrena) se rige por el principio del amor a sí mismo. En este caso, la «ciudad» está compuesta por personas cuya voluntad se aleja de Dios y sigue las leyes terrenales, las leyes del cuerpo que impelen al egoísmo, el dominio y al placer. Está formado, dice Agustín, por los que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios.
En cualquier caso, es muy fácil caer en la tentación de identificar la “ciudad del mundo” con el Estado, es decir, con las instituciones políticas terrenales, e identificar la “ciudad de Dios” con la Iglesia. De hecho, esta interpretación se ha mantenido a menudo en la historia del pensamiento. Podría pues pensarse que San Agustín, en esta obra, fija las bases de una teocracia; esto es, de la teoría de la subordinación del Estado «temporal» y «terreno» («civil» y «laico») al poder «sobrenatural» de la Iglesia.Sin embargo, eso no casa muy bien con la reflexión global de San Agustín. Pues San Agustín adopta una postura moral frente a la historia, y considera que ambas ciudades están mezcladas en cualquier sociedad. Lo que importa es la conducta individual. La pertenencia de una comunidad dada, o de un individuo dado, bien a la ciudad divina, bien a la terrena, está determinada por el principio que oriente su conducta. Es, pues, posible pensar en sociedades civiles
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