El Genio Tenebroso Capitulo 1
Enviado por • 18 de Mayo de 2015 • 2.354 Palabras (10 Páginas) • 2.367 Visitas
ASCENSO (1759-1793)
El 31 de mayo nace José Fouché. Como el pequeño José se destaca ya, estudiando en el colegio de los oratorianos, le ceden con gusto la cátedra de Matemáticas y Física para que desempeñe en ella los cargos de inspector y prefecto. A los veinte años adquiere en esta Orden la educación católica, honores y cargo. Un cargo pobre, sin mucha esperanza de ascenso: pero siempre una escuela en la que él mismo aprende a la vez que enseña. Podría llegar más alto, pero resalta un rasgo característico de su personalidad: la antipatía a ligarse completamente, de manera irrevocable, a alguien o algo.
A la Iglesia se da temporalmente y no por entero. Durante diez años anda por claustros y refectorios silenciosos. Anquilosados, irreales, al margen del tiempo y del espacio, estériles y humillantes, parecen estos diez años silenciosos y sombríos de la vida de Fouché. Sin embargo, aprende durante ellos lo que ha de ser, más tarde, infinitamente útil al diplomático: el arte de callar, la ciencia magistral de ocultarse a sí mismo, la maestría para observar y conocer el corazón humano. Si este hombre, aun en los momentos de mayor pasión de su vida, llega a dominar hasta el último músculo de su cara, ello se debe a la disciplina incomparable de dominio sobre sí mismo aprendida en los años de religión. Tras muros de conventos, en aislamiento severo, se educa y desarrolla este espíritu singularmente elástico e inquieto, llegando a alcanzar una verdadera maestría psicológica. Durante años enteros sólo puede actuar invisiblemente en el círculo espiritual más estrecho; pero ya en 1778 comienza en Francia esa tempestad social que inunda hasta los muros mismos del convento. En las celdas de los oratorianos se discute sobre los derechos de hombre. Una extraña curiosidad empuja a estos sacerdotes jóvenes hacia lo burgués. Buscan contacto con los círculos intelectuales, y este contacto lo facilita en arras un circulo extraño, llamado de los “Rosatis”, en la que los intelectuales de la ciudad se reúnen en animadas veladas. Allí, en amigable reunión, escucha, por ejemplo, cómo recita un capitán de ingenieros, llamado Lázaro Carnot, versos satíricos, o atiende al florido discurso que pronuncia el pálido abogado Maximiliano Robespierre en honor de los “Rosatis”. Precisamente con este abogado hace amistad el tonsurado profesor de seminario, y sus relaciones están en el mejor camino de trocarse parentesco, pues la hermana de Maximiliano, quiere curar al profesor de los oratorianos de sus achaques místicos, y se murmura de este noviazgo en todas las mesas. Quizás se oculte aquí la raíz del odio terrible, histórico, entre estos dos hombres, tan amigos antaño y que más tarde lucharon a vida o muerte.
El sutil oteador presiente que se cierne sobre el país una tempestad social, que la política domina el mundo… y a la política se lanza. De un golpe tira la sotana. Se funda un club, un par de semanas después ya es Fouché presidente de los “Amis de la Constitución” de Nantes. Alaba el progreso, aunque con precaución y tolerancia. Los ciudadanos de Nantes no gustan del radicalismo. José Fouché, certero observador, redacta un documento patético contra la abolición de la trata de esclavos, que no mengua su reputación en el estrecho círculo de los burgueses. Para asegurar su posición política entre ellos, se casa con la hija de un mercader, pues quiere convertirse rápidamente en un perfecto burgués; es el tiempo en que –bien lo presiente él- el tercer estado va a tener la dirección, el predominio. Apenas se convocan elecciones para la Convención, se presenta el antiguo profesor de seminario como candidato y en 1792 es elegido diputado de la Convención. José Fouché cuenta en la época de su elección treinta y dos años. No es de agradable presencia, ni mucho menos. Todo el que lo ve recibe la impresión de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a la raza de los temperamentos fríos. Esta sangre fría, imperdurable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Espera pacientemente que se agote la pasión de los otros o que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces un golpe inexorable. Obedecerá tranquilamente sin pestañear. Sonriente y frio soportará las más recias ofensas, las más viles humillaciones: ninguna amenaza, ningún gesto de rabia conmoverá a este monstruo de frialdad. En esta imperturbable frialdad de su temperamento, radica el verdadero genio de Fouché. Su sangre, sus sentidos, su alma están ausentes en este enigmático “hasardeur”, cuya pasión se detiene íntegra en el cerebro. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, su pasión es la intriga; pero únicamente en la esfera del espíritu lo sabe depurar y gozar, y nada oculta mejor y más genialmente su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que su disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida. Asestar el golpe criminal, inesperado y desapercibido, esa es su táctica. Su talento sobrepuja al genio; su sangre fría perdura sobre toda pasión.
La mañana del 12 de septiembre hace su entrada en la sala de la recién elegida Convención. Aún estaba en el centro el sitial del rey; y al entrar éste, se levantó respetuosamente la asamblea y recibió al monarca. Ahora están inválidos sus castillos, la Bastilla y las Tullerías; ya no hay rey en Francia. En su lugar mandan ahora en el país los setecientos cincuenta instalados en su propia casa. Tras la mesa presidencial se yerguen las nuevas tablas mosaicas de las leyes, el texto original de la constitución. En las galerías se reúne el pueblo y contempla curioso a sus representantes. Setecientos cincuenta miembros de la Convención entran a paso lento a la Casa Real, extraña mezcla de todos los estados y profesiones. Todo se ha mezclado en Francia, todo lo ha invertido la revolución. Es tiempo de aclarar el caos.
En el salón anfiteatral están colocados, abajo, los tranquilos. Los radicales, toman asiento arriba, en los bancos más altos, en la “montaña”. Estas dos potencias sostienen la balanza. Entre ellas se tambalea la revolución. Para los moderados, es ya perfecta la República con la Constitución conquistada, con la aniquilación del rey y de la nobleza, con el traspaso de los derechos al tercer estado; ahora quisieran defender lo seguro. Condorcet, Roland, los girondinos son sus cabecillas, representantes del clero y de la clase media. Pero los de la “montaña” quieren a Marat, a Danton y a Robespierre como jefes del proletariado. Después del rey quieren echar a tierra las demás potencias viejas del Estado: dinero y Dios. Si vencen los girondinos, se debilitará la revolución. Si vencen los radicales, navegarán por todas las profundidades y torbellinos de la anarquía. Cada uno sabe
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