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Sueño Del Pongo


Enviado por   •  8 de Octubre de 2013  •  1.657 Palabras (7 Páginas)  •  381 Visitas

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EJERCICIO EVALUATIVO (TEMA 1 Y 2)

*Prelectura:

En la época pasada existían haciendas y a los dueños se les consideraba hacendados.

Estos hacendados tenían personas a su servicio ¿Con qué nombre se conocía a estas personas?

¿Cuál era el trato que recibían los sirvientes por parte de sus patrones?

* Formulación de hipótesis: ¿de qué crees tratará la lectura?

*Lectura:

EL SUEÑO DEL PONGO

Autor: José María Arguedas

Un hombrecito se encaminó a la casa hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente de la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable, sus ropas viejas.

El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.

-¿Eres gente u otra cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.

Humillándose, el pongo no contestó, atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.

-¡A ver! -dijo el patrón– por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.

Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.

El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. ”Huérfano de huérfanos, hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera viéndolo.

El hombrecito no hablaba con nadie, trabajaba callado, comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban cumplía. ”Si papacito; si mamacita, era cuanto solía decir”.

Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan harapatosa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre, lo sacudía como a un trozo de pellejo.

Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes en la cara.

-Creo que eres perro. ¡Ladra! -le decía.

El hombrecito no podía ladrar.

-Ponte de cuatro patas -le ordenaba entonces.

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.

-Trota de costado, como un perro -seguía ordenándole el hacendado.

El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.

El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

-¡Regresa! -le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.

El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.

Algunos de sus semejantes siervos, rezaban mientras el Ave María, despacio rezaban, como viento interior en el corazón.

-¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! -manda el señor al cansado hombrecito-. Siéntate en dos patas empalma las manos.

Como si el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de esos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas. Entonces algunos de los siervos de la hacienda se echaban a reír.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillos del corredor.

Recemos el padrenuestro -decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.

El pongo se levantaba de a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.

En el oscurecer los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.

-¡Vete, pancita! -solía ordenar, después el patrón al pongo.

Y así, todos los días, el patrón hacia revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colones.

Pero… una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ese, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.

-Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte –dijo.

El patrón no oyó lo que oía.

-¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? -preguntó.

-Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte -repitió el pongo.

-Habla…si puedes -contestó el hacendado.

-Padre mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito-. Soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto.

-¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio –le dijo el gran patrón.

-¿Qué? ¿Qué dices? -interrogó el hacendado.

-Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos; desnudos ante nuestro gran padre San Francisco.

-¿Y después? ¡Habla –ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.

-Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran padre San Francisco

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