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Sueño Del Pongo


Enviado por   •  2 de Octubre de 2012  •  1.984 Palabras (8 Páginas)  •  610 Visitas

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"El sueño del Pongo" de José María Arguedas Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas viejas. El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludo en el corredor de la residencia.

• ¿Eres gente u otra cosa? - le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.

Humillándose, el pongo contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.

• ¡A ver! - dijo el patrón - por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parece que no son nada. ¿Llévate esta inmundicia! - ordenó al mandón de la hacienda. Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina. El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza", había dicho la mestiza cocinera, viéndolo. El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. "Sí, papacito; sí, mamacita", era cuanto solía decir. Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan haraposa y acaso, también porque quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.

Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.

• Creo que eres perro. ¡Ladra! - le decía.

El hombrecito no podía ladrar.

• Ponte en cuatro patas - le ordenaba entonces-

El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.

• Trota de costado, como perro - seguía ordenándole el hacendado.

El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.

El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.

• ¡Regresa! - le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.

El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.

Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento interior en el corazón.

• ¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! - mandaba el señor al cansado hombrecito. - Siéntate en dos patas; empalma las manos.

Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.

Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.

• Recemos el Padrenuestro - decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.

El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.

En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.

• ¡Vete pancita! - solía ordenar, después, el patrón al pongo.

Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos*.

Pero... una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de

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