Dios, fin último del hombre
Enviado por D3x7er • 3 de Diciembre de 2012 • Ensayo • 4.716 Palabras (19 Páginas) • 483 Visitas
Capítulo III
EL FIN ÚLTIMO DEL HOMBRE
Dar respuesta a la pregunta sobre el origen y el fin de la existencia humana es la cuestión más decisiva de la biografía de cualquier persona: ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Cuál es el fin de mi existencia? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué debemos hacer?... son preguntas que se hace todo el mundo y que a nadie pueden dejar indiferente. Pues bien, desde la fundación de la ciencia ética en la cultura griega, se propuso que el fin último de la Ética es la “felicidad”: la persona debe conducirse moralmente porque desea ser feliz, pues, como escribe Aristóteles, a “la felicidad aspiran todos los hombres”. Más tarde, San Agustín repite la misma sentencia: “Ciertamente, todos nosotros queremos ser felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada” (De mor eccl, 1, 3, 4).
Ahora bien, para la ética cristiana, la “felicidad” perfecta es la salvación, la vida feliz en el Cielo, lo cual constituye el objetivo último de la existencia, pues como aseveró el Señor: “¿Qué le importa al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16, 26). A este planteamiento obedece también la cuestión del joven rico del Evangelio que preguntó a Jesús acerca de cómo tenía que comportarse “para alcanzar la vida eterna?” (Mt 19, 16). De ahí que, el cristiano -sin menospreciar el valor de los bienes terrenos- sabe que la razón última de conducirse rectamente no es para disfrutar de un bienestar temporal, sino para alcanzar la plenitud de su vida en la felicidad eterna.
1.- Dios, fin último del hombre
El Concilio Vaticano I enseña que “el mundo ha sido creado para la gloria de Dios” (DS, 3025). Pero la razón de este fin no es “aumentar su gloria”, sino para “manifestarla y comunicarla”, pues como escribe Santo Tomás: “Dios abrió su mano con la llave del amor y surgieron las criaturas” (Comen Sent 2, prol.) .
Consecuentemente, a partir del hecho de la creación, se evidencia que, si Dios es el principio de todas las criaturas, tiene que ser también su fin último. Pero, como es lógico, sobre todo Dios es el fin de la persona humana, pues, si ésta tiene su origen en Dios como ser racional y libre, es claro que debe tender hacia Él, hasta el punto de constituirlo en el “fin último” de su vida. y es, precisamente, en Dios, donde el hombre encuentra la verdadera felicidad. Es lo que también experimentó San Agustín cuando escribe: “¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti” ( Confesiones 10, 20, 29).
Pues bien, dado que la Moral es la ciencia que regula la conducta que le es propia al ser racional en orden a alcanzar una vida feliz, se sigue que la finalidad del actuar moral es Dios: Dios, principio y fin de la existencia, orienta la vida del hombre según su querer, el cual coincide con el bien de la persona. Con esta respuesta, la persona humana sabe de dónde viene, adónde va y cómo ha de actuar.
Ese “fin” no se impone al hombre, no es algo ajeno a él, sino que lo demanda su misma naturaleza.
Pero es preciso subrayar que el “fin último”, al que el hombre debe tender si quiere alcanzar una vida feliz, no es algo ajeno a su ser específico, sino que está escrito en su propia naturaleza. Por ello, la vida feliz como objetivo de la conducta ética coincide con el fin que Dios ha dispuesto para el hombre desde su creación: Dios ha creado al hombre para la felicidad. Lo que sucede es que, trastocado por el pecado de origen, este fin quedó oscurecido, por lo que en ocasiones se equivoca al desear desordenadamente ciertos bienes que le separan de Dios. Pero, si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha (CEC, 30). y cuando se perdió por el pecado, Dios dispuso nuestra salvación haciéndonos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Ped 1, 4). Esta es la razón por la que el Verbo se hizo hombre (cfr. CEC, 460).
En efecto, el objetivo de la Encarnación y de la Redención fue restablecer el proyecto original de facilitar al hombre el acceso a Dios, como fin último sobrenatural de su vida. En este sentido, el “fin último sobrenatural del hombre” es tender y orientar la vida entera a Dios, participando de la vida trinitaria, en lo cual encuentra su verdadera y máxima felicidad. Por ello, en ese objetivo final se aúna el querer de Dios y el anhelo del hombre, inscrito por Dios en la naturaleza humana (CEC, 27). En consecuencia, es preciso afirmar que el fin último sobrenatural no es algo impuesto al hombre desde fuera, sino que es plenamente congruente con los deseos de Dios inscritos en su mismo ser. Es decir, que tender a Dios responde a una ley escrita en el corazón mismo del ser humano, de forma que, cuando éste se orienta a Dios, es feliz, y, cuando se desvía de Él, no sólo no alcanza la razón de su existencia, sino que malogra su vida.
De lo que cabe deducir que origen y fin en el hombre se condicionan mutuamente. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar” (CEC, 282).
El hombre debe orientar hacia Dios todas sus acciones
Conviene aclarar que, puesto que la existencia de cada persona ha de desarrollarse en coherente unidad, el “fin último” no es sólo la salvación eterna, sino orientar todos sus actos a Dios. De aquí que la vida moral abarque cada una de las acciones singulares que realiza la persona humana. Esta es la enseñanza de la Encíclica Veritatis splendor:
“La vida moral posee un carácter teleológico (finalista) esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: “¿Qué de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?” (VS, 73).
Pero el Papa aclara que, para que las acciones humanas se puedan orientar a Dios, es preciso que sean en sí mismas buenas: no vale cualquier acto, aunque subjetivamente se quiera orientar a Dios, sino que es preciso que sean actos objetivamente buenos. Y lo son en la medida en que se adecuan a lo preceptuado por los Mandamientos, pues no cabe orientar a Dios algo que es en sí malo. Así se acaba con los subjetivismos morales o con la ética de la “buena intención”. Si el hombre quiere conducir su vida rectamente,
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