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Dios, fin último del hombre

D3x7erEnsayo3 de Diciembre de 2012

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Capítulo III

EL FIN ÚLTIMO DEL HOMBRE

Dar respuesta a la pregunta sobre el origen y el fin de la existencia humana es la cuestión más decisiva de la biografía de cualquier persona: ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Cuál es el fin de mi existencia? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Qué debemos hacer?... son preguntas que se hace todo el mundo y que a nadie pueden dejar indiferente. Pues bien, desde la fundación de la ciencia ética en la cultura griega, se propuso que el fin último de la Ética es la “felicidad”: la persona debe conducirse moralmente porque desea ser feliz, pues, como escribe Aristóteles, a “la felicidad aspiran todos los hombres”. Más tarde, San Agustín repite la misma sentencia: “Ciertamente, todos nosotros queremos ser felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada” (De mor eccl, 1, 3, 4).

Ahora bien, para la ética cristiana, la “felicidad” perfecta es la salvación, la vida feliz en el Cielo, lo cual constituye el objetivo último de la existencia, pues como aseveró el Señor: “¿Qué le importa al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16, 26). A este planteamiento obedece también la cuestión del joven rico del Evangelio que preguntó a Jesús acerca de cómo tenía que comportarse “para alcanzar la vida eterna?” (Mt 19, 16). De ahí que, el cristiano -sin menospreciar el valor de los bienes terrenos- sabe que la razón última de conducirse rectamente no es para disfrutar de un bienestar temporal, sino para alcanzar la plenitud de su vida en la felicidad eterna.

1.- Dios, fin último del hombre

El Concilio Vaticano I enseña que “el mundo ha sido creado para la gloria de Dios” (DS, 3025). Pero la razón de este fin no es “aumentar su gloria”, sino para “manifestarla y comunicarla”, pues como escribe Santo Tomás: “Dios abrió su mano con la llave del amor y surgieron las criaturas” (Comen Sent 2, prol.) .

Consecuentemente, a partir del hecho de la creación, se evidencia que, si Dios es el principio de todas las criaturas, tiene que ser también su fin último. Pero, como es lógico, sobre todo Dios es el fin de la persona humana, pues, si ésta tiene su origen en Dios como ser racional y libre, es claro que debe tender hacia Él, hasta el punto de constituirlo en el “fin último” de su vida. y es, precisamente, en Dios, donde el hombre encuentra la verdadera felicidad. Es lo que también experimentó San Agustín cuando escribe: “¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti” ( Confesiones 10, 20, 29).

Pues bien, dado que la Moral es la ciencia que regula la conducta que le es propia al ser racional en orden a alcanzar una vida feliz, se sigue que la finalidad del actuar moral es Dios: Dios, principio y fin de la existencia, orienta la vida del hombre según su querer, el cual coincide con el bien de la persona. Con esta respuesta, la persona humana sabe de dónde viene, adónde va y cómo ha de actuar.

Ese “fin” no se impone al hombre, no es algo ajeno a él, sino que lo demanda su misma naturaleza.

Pero es preciso subrayar que el “fin último”, al que el hombre debe tender si quiere alcanzar una vida feliz, no es algo ajeno a su ser específico, sino que está escrito en su propia naturaleza. Por ello, la vida feliz como objetivo de la conducta ética coincide con el fin que Dios ha dispuesto para el hombre desde su creación: Dios ha creado al hombre para la felicidad. Lo que sucede es que, trastocado por el pecado de origen, este fin quedó oscurecido, por lo que en ocasiones se equivoca al desear desordenadamente ciertos bienes que le separan de Dios. Pero, si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha (CEC, 30). y cuando se perdió por el pecado, Dios dispuso nuestra salvación haciéndonos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Ped 1, 4). Esta es la razón por la que el Verbo se hizo hombre (cfr. CEC, 460).

En efecto, el objetivo de la Encarnación y de la Redención fue restablecer el proyecto original de facilitar al hombre el acceso a Dios, como fin último sobrenatural de su vida. En este sentido, el “fin último sobrenatural del hombre” es tender y orientar la vida entera a Dios, participando de la vida trinitaria, en lo cual encuentra su verdadera y máxima felicidad. Por ello, en ese objetivo final se aúna el querer de Dios y el anhelo del hombre, inscrito por Dios en la naturaleza humana (CEC, 27). En consecuencia, es preciso afirmar que el fin último sobrenatural no es algo impuesto al hombre desde fuera, sino que es plenamente congruente con los deseos de Dios inscritos en su mismo ser. Es decir, que tender a Dios responde a una ley escrita en el corazón mismo del ser humano, de forma que, cuando éste se orienta a Dios, es feliz, y, cuando se desvía de Él, no sólo no alcanza la razón de su existencia, sino que malogra su vida.

De lo que cabe deducir que origen y fin en el hombre se condicionan mutuamente. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar” (CEC, 282).

El hombre debe orientar hacia Dios todas sus acciones

Conviene aclarar que, puesto que la existencia de cada persona ha de desarrollarse en coherente unidad, el “fin último” no es sólo la salvación eterna, sino orientar todos sus actos a Dios. De aquí que la vida moral abarque cada una de las acciones singulares que realiza la persona humana. Esta es la enseñanza de la Encíclica Veritatis splendor:

“La vida moral posee un carácter teleológico (finalista) esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: “¿Qué de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?” (VS, 73).

Pero el Papa aclara que, para que las acciones humanas se puedan orientar a Dios, es preciso que sean en sí mismas buenas: no vale cualquier acto, aunque subjetivamente se quiera orientar a Dios, sino que es preciso que sean actos objetivamente buenos. Y lo son en la medida en que se adecuan a lo preceptuado por los Mandamientos, pues no cabe orientar a Dios algo que es en sí malo. Así se acaba con los subjetivismos morales o con la ética de la “buena intención”. Si el hombre quiere conducir su vida rectamente, según el querer de Dios, debe practicar el bien prescrito en la ley moral:

“Esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquella presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"” (VS, 73).

En resumen, el hombre tiende y alcanza el fin último cuando dirige todos sus actos a Dios. Y la medida de la rectitud moral de esas acciones viene determinada por lo que prescriben los Mandamientos. Por consiguiente, el cumplimiento de lo establecido por las normas morales es el camino para que el hombre adquiera su felicidad aquí y la salvación eterna después del estadio temporal de su vida.

Pero, para alcanzar ese fin último, en alguna ocasión el hombre ha de tomar decisiones que comprometen su vida. Esos compromisos no serán difíciles de llevar a término si se piensa que la felicidad eterna compensa de todas las privaciones que conlleva la elección total por Dios. Así se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica:

“La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor” (CEC, 1723).

Lo que el mensaje moral cristiano añade es que poner el fin último en Dios no excluye, más aún supone, que el hombre también se proponga otros fines no últimos, sino penúltimos, cuales pueden ser algunos de los enumerados en el texto del Catecismo (las ciencias, la técnica, el bienestar material, etc.), pero que no son valores últimos ni tampoco absolutos, sino penúltimos y relativos. Pero afirmar que son penúltimos y relativos, no les resta validez alguna, sólo les niega que tengan un valor último y absoluto.

Fin último de toda criatura: La gloria de Dios

La Revelación cristiana muestra en todo momento que Dios mismo es el objeto de esa manifestación divina a la humanidad. Como enseña el Concilio Vaticano II, “quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cfr. Eph 1, 9)” (SC, 2). Consiguientemente, el centro del universo no es el hombre, sino Dios. Esta primacía de Dios muestra que el objetivo último del actuar humano es reconocerle y darle gloria, si bien la “añadidura” (Mt 6, 33) es la felicidad y la salvación del hombre.

Esta verdad

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