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LOS JUEGOS DEL HANBRE


Enviado por   •  25 de Mayo de 2015  •  1.870 Palabras (8 Páginas)  •  261 Visitas

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RIMERA PARTE:

LOS TRIBUTOS

_____ 1 _____

Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los

dedos buscando el calor de Prim, pero no encuentro más que la basta

funda de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas y se ha

metido en la cama de nuestra madre; claro que sí, porque es el día de

la cosecha.

Me apoyo en un codo y me levanto un poco; en el dormitorio entra

algo de luz, así que puedo verlas. Mi hermana pequeña, Prim,

acurrucada a su lado, protegida por el cuerpo de mi madre, las dos

con las mejillas pegadas. Mi madre parece más joven cuando duerme;

agotada, aunque no tan machacada. La cara de Prim es tan fresca

como una gota de agua, tan encantadora como la prímula que le da

nombre. Mi madre también fue muy guapa hace tiempo, o eso me han

dicho.

Sentado sobre las rodillas de Prim, para protegerla, está el gato

más feo del mundo: hocico aplastado, media oreja arrancada y ojos

del color de un calabacín podrido. Prim le puso Buttercup porque,

según ella, su pelaje amarillo embarrado tenía el mismo tono de

aquella flor, el ranúnculo. El gato me odia o, al menos, no confía en

mí. Aunque han pasado ya algunos años, creo que todavía recuerda

que intenté ahogarlo en un cubo cuando Prim lo trajo a casa; era un

gatito escuálido, con la tripa hinchada por las lombrices y lleno de

pulgas. Lo último que yo necesitaba era otra boca que alimentar, pero

mi hermana me suplicó mucho, e incluso lloró para que le dejase

quedárselo. Al final la cosa salió bien: mi madre le libró de los

parásitos, y ahora es un cazador de ratones nato; a veces, hasta caza

alguna rata. Como de vez en cuando le echo las entrañas de las

presas, ha dejado de bufarme.

Entrañas y nada de bufidos: no habrá más cariño que ése entre

nosotros.

Me bajo de la cama y me pongo las botas de cazar; la piel fina y

suave se ha adaptado a mis pies. Me pongo también los pantalones y

una camisa, meto mi larga trenza oscura en una gorra y tomo la bolsa

que utilizo para guardar todo lo que recojo. En la mesa, bajo un

cuenco de madera que sirve para protegerlo de ratas y gatos

hambrientos, encuentro un perfecto quesito de cabra envuelto en

hojas de albahaca. Es un regalo de Prim para el día de la cosecha;

cuando salgo me lo meto con cuidado en el bolsillo.

Nuestra parte del Distrito 12, a la que solemos llamar la Veta, está

siempre llena a estas horas de mineros del carbón que se dirigen al

turno de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos y nudillos

hinchados, muchos de los cuales ya ni siquiera intentan limpiarse el

polvo de carbón de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros

hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están

vacías y las contraventanas de las achaparradas casas grises

permanecen cerradas. La cosecha no empieza hasta las dos, así que

todos prefieren dormir hasta entonces... si pueden.

Nuestra casa está casi al final de la Veta, sólo tengo que dejar

atrás unas cuantas puertas para llegar al campo desastrado al que

llaman la Pradera. Lo que separa la Pradera de los bosques y, de

hecho, lo que rodea todo el Distrito 12, es una alta alambrada metálica

rematada con bucles de alambre de espino. En teoría, se supone que

está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los

depredadores que viven en los bosques y antes recorrían nuestras

calles (jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y osos). En

realidad, como, con suerte, sólo tenemos dos o tres horas de

electricidad por la noche, no suele ser peligroso tocarla. Aun así,

siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si oigo

el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento

está tan silenciosa como una piedra. Me escondo detrás de un grupo

de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro por debajo de la tira

de sesenta centímetros que lleva suelta varios años. La alambrada

tiene otros puntos débiles, pero éste está tan cerca de casa que casi

siempre entro en el bosque por aquí.

En cuanto estoy entre los árboles, recupero un arco y un carcaj de

flechas que tenía escondidos en un tronco hueco. Esté o no

electrificada, la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores

de hombres fuera del Distrito 12. Dentro de los bosques, los animales

deambulan a sus anchas y existen otros peligros, como las serpientes

venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que seguir.

Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo

sabía y me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en

pedazos en la explosión de una mina. No quedó nada de él que

pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años después,

muchas noches me sigo despertando gritándole que corra.

Aunque entrar en los bosques es ilegal y la caza furtiva tiene el

peor de los castigos, habría más gente que se arriesgaría si tuviera

armas. El problema es que hay pocos lo bastante valientes para

aventurarse armados con un cuchillo. Mi arco es una rareza que

fabricó mi padre, junto con otros similares que guardo bien escondidos

en el bosque, envueltos con cuidado en fundas impermeables. Mi

padre podría haber ganado bastante dinero vendiéndolos, pero, de

haberlo descubierto los funcionarios del Gobierno, lo habrían

ejecutado en público por incitar a la rebelión. Casi todos los agentes

de la paz hacen la vista gorda con los pocos que cazamos, ya que

están tan necesitados de carne fresca como los demás. De hecho,

están entre nuestros mejores clientes. Sin embargo, nunca permitirían

que alguien armase a la Veta.

En otoño, unas cuantas almas valientes se internan en los

bosques para recoger manzanas, aunque sin perder de vista la

Pradera, siempre lo bastante cerca para volver corriendo a la

seguridad del Distrito 12 si surgen problemas.

--El Distrito 12, donde puedes morirte de hambre sin poner en

peligro tu seguridad --murmuro; después

...

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