Escándalo (2012)
Enviado por alejandralow • 4 de Abril de 2016 • Síntesis • 76.838 Palabras (308 Páginas) • 115 Visitas
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LOLA REY
Escándalo
Escándalo (2012)
ARGUMENTO:
Lord Edward Westley, conde de Suderlay, es el perfecto noble: educado, correcto y snob. Nunca ha protagonizado un escándalo y sus modales son impecables... hasta que comete el error de enamorarse de Lucinda Mancroft, una simple costurera, totalmente inapropiada para un noble como él.
Lord Westley deberá decidir si continúa con una relación que sabe que causará un enorme escándalo o deja pasar al que sin duda es el amor de su vida. Cuando finalmente se decida, ya será demasiado tarde... Lucy ha seguido su propio camino y en él no parece haber lugar para Edward.
SOBRE LA AUTORA:
Lola Rey nació en Málaga aunque se considera melillense de adopción. Ávida lectora desde pequeña, siempre soñó con escribir sus propias historias.[pic 3]
Según ella misma cuenta: «Escribo principalmente en histórica porque es el género con el que me siento más cómoda y el que más me gusta a la hora de leer. He hecho mis pinitos con algún relato actual e incluso paranormal, pero son sólo pequeños “retos” que me propongo».
Además de la lectura y la escritura, le encanta compartir sus ratos libres con su familia y amigos y el contacto con la naturaleza. En la actualidad vive en Los Barrios, Cádiz, junto a su marido y sus dos hijos, y trabaja como maestra en un colegio de la localidad.
CAPÍTULO 01
Edward Westley, conde de Suderlay, miraba abstraído por la ventanilla de la berlina que trataba de llegar a Suderlay Manor lo más rápidamente posible. El paisaje pasaba ante sus ojos como una mezcla confusa de colores, que se sucedían de forma vertiginosa sin perturbar su mirada fija. Edward no le prestaba la más mínima atención a lo que veía, ya que todos sus pensamientos estaban concentrados en la noticia que había recibido sólo unas pocas horas antes, mientras leía tranquilamente el periódico en el Pall Mall, el exclusivo club de caballeros al que pertenecía.
Su madre se moría.
Trataba de concentrarse en el hecho de que probablemente no volvería a verla nunca más, pero esa certeza no provocaba en él los sentimientos que cualquier otro hijo habría experimentado en similares circunstancias, y eso hacía que se sintiera poco menos que un monstruo.
Lord Westley era un hombre frío y racional que encarnaba el prototipo de caballero inglés, y su comportamiento siempre era intachable. En cualquier reunión, baile o cena formal, eran admirados por todos su elegancia, la pertinencia de su conversación y su saber estar; no se le conocían affaires escandalosos ni salidas de tono en ninguna circunstancia; era políticamente correcto, y cuando escuchaba la noticia de algún desmadre provocado por la pasión o algún otro sentimiento visceral, no podía evitar que una sarcástica sonrisa se dibujara en la comisura de sus finos labios, a la vez que su ceja se alzaba con aristocrático desdén. Dejarse llevar por las pasiones era más propio de bestias que de personas cultivadas, y él no comprendía que ninguna emoción pudiese conducir a hombres de buena cuna a hacer cosas tan execrables como retarse en duelo o convertirse en patéticos perritos falderos detrás de una mujer. Las mujeres le gustaban, por supuesto, pero sólo como medio para satisfacer una necesidad imposible de ignorar por mucho tiempo.
No sólo su carácter impasible y altivo hablaba de la pureza de su noble condición; sus finos rasgos proclamaban, sin duda alguna, la buena crianza y la aristocrática estirpe. Su cuerpo era alto y esbelto, una figura elegante que solía destacar entre los barrigudos e indolentes caballeros con los que se codeaba. Tenía el pelo rubio y lo llevaba siempre impecablemente peinado hacia atrás; ni un solo mechón escapaba de su lugar. Sus ojos grises no expresaban ningún tipo de emoción; más parecían frías piedras preciosas que partes de un ser humano. Su bello rostro era delgado, de pómulos marcados y finos labios bien dibujados, y un leve hoyuelo en la barbilla le confería un aire ligeramente peligroso. Podría haber sido un rostro verdaderamente hermoso de haber ostentado algún tipo de expresividad, aunque hubiese sido la indolencia que tan de moda estaba entre sus pares; pero nada dejaba entrever la expresión de su cara, y esa impasibilidad le confería un matiz casi inhumano.
En ese momento, su falta de reacción suscitaba en él sentimientos confusos. Edward comprendía que el inminente fallecimiento de su madre debería provocarle algún tipo de emoción, pero la ausencia de sentimientos lo tenía ligeramente aturdido y, por primera vez en su vida, la impavidez que solía acompañarlo le molestaba. No podía culparse enteramente por la pavorosa indiferencia que sentía. Era su madre simplemente porque lo había parido. Por más que rebuscaba en su mente no encontraba ningún recuerdo de la condesa dedicándole una sola palabra cariñosa; ni siquiera aquella vez que se cayó del caballo y sangró tan abundantemente por la herida de su cabeza, su madre pareció realmente afectada. No, Edward no había conocido el consuelo que una caricia maternal otorga, el ánimo que las palabras de una madre infunden, la seguridad que el cariño de quién te ha dado la vida concede; al contrario, sus recuerdos estaban plagados de humillantes gestos y palabras, ya que su madre con frecuencia le había recriminado que jamás parecería un verdadero conde, que por mucho que se esforzara siempre sería indigno del título que algún día heredaría. Nunca comprendió la animadversión que provocaba en su progenitora, y Edward dedicó todos sus esfuerzos infantiles a tratar de arrancar una palabra de orgullo o satisfacción de sus labios. Fue un alumno modélico, observaba con madura pulcritud todas las normas sociales que su preceptor le inculcaba, procuraba que su ropa luciese siempre inmaculada aunque tuviese que reprimir las enormes ganas de corretear y saltar junto a los hijos de la servidumbre que solían asaltarlo a menudo... Todo fue en vano. Edward había llorado durante su niñez más veces de las que podía recordar; acurrucado en su habitación, siempre a oscuras, había sentido una y otra vez que nadie lo querría jamás porque la persona que debía adorarlo de manera incondicional lo despreciaba con saña mal disimulada.
En ocasiones, se consolaba diciéndose que el carácter cruel y despótico de su madre era consecuencia de su temprana viudez. Su padre había muerto siendo él muy pequeño, y apenas guardaba recuerdos difusos de la presencia amable de un hombre alto y rubio como él. Le había reconfortado saber por la niñera que su padre lo había adorado. «El conde sólo tenía ojos para su niñito», le había dicho, y su maltrecho corazoncito infantil había sentido el alivio de saber que al menos alguien lo había querido. En sus momentos de mayor desesperanza, después de que alguna pulla hiriente de su madre lo hiciese sentir despreciado, solía dirigirse a ese padre que apenas podía recordar y le contaba sus logros y anhelos, imaginando una sonrisa orgullosa de respuesta o una palmadita en la cabeza... ¡Había ansiado tan poco!
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