UNIACC Semana 2
Enviado por gdavid.maldonado • 4 de Junio de 2015 • 2.016 Palabras (9 Páginas) • 339 Visitas
La sexualidad en el contexto de las transformaciones de roles de género
Andrea Lizama Lefno
La sociedad del siglo XX ha sufrido importantes y acelerados cambios, particularmente por el peso y determinismo global de la economía de mercado sobre las estructuras sociales y culturales. La transformación de roles de los diversos actores ha sido una consecuencia primordial de estos cambios, en respuesta a la necesidad de las naciones de favorecer la productividad en pos del desarrollo económico, el bienestar y desarrollo social interno. Entre ellos, los roles de género en los diversos ámbitos de la vida humana han tenido particulares transformaciones, fundamentalmente por la necesidad de los países de impulsar la integración productiva de las mujeres, que han sido actores históricamente marginados de este espacio.
La participación de actores emergentes en el mercado del trabajo ha tenido controversiales consecuencias y ha implicado la activación de medidas políticas en todo el mundo. Es el caso de la protección de los derechos de los niños y su desvinculación del mundo laboral. Respecto de las mujeres, la tendencia ha sido una intención social y política de congeniar los roles productivos con los tradicionales roles domésticos, en pos de la reactivación económica y el bienestar social de las familias.
Históricamente, la mujer ha permanecido en el ámbito privado de la vida humana, ostentando protagonismo en la sociedad desde el ámbito doméstico. Es así como la sexualidad femenina ha sido un asunto omiso de la historia, tanto por su correspondencia con el carácter doméstico de la mujer como con la connotación públicamente prohibitiva que se le ha otorgado desde siempre.
En la obra de Ariès y Duby se reflejan aspectos particulares sobre la concepción del sexo y la mujer en la Europa feudal. El rol de la mujer en la historia se ha definido como parte de la vida privada de la historia masculina. En el siglo XIV, descubrimientos históricos en el campo artístico develaron la concepción del cuerpo femenino como fuente de corrupción. El siguiente párrafo extraído de la obra de los autores refleja lo anterior: “(la mujer) requiere una vigilancia más atenta, y es al hombre a quien le corresponde ejercerla. La mujer no puede vivir sin un hombre, debe estar en poder de un hombre. Anatómicamente, está destinada a permanecer encerrada, en un recinto suplementario, a
mantenerse en el seno de la casa, a no salir de ella más que escoltada, encorsetada en una envoltura vestimentaria más opaca. Hay que levantar un muro ante su cuerpo, el muro, precisamente, de la vida privada” (Ariès y Duby, 1991, Pp. 213).
Incluso la vida privada de la pareja ha conformado el espacio en que el hombre “enseña” a la mujer a comportarse en comunidad. Ella debe ejecutar las prácticas “correctas” que han sido aprendidas en la intimidad de lo privado: “la mujer es un instrumento que ha de prepararse con una cuidadosa regulación”. Los autores ejemplifican el concepto por medio de la cita a un artículo en el que se explicita la jerarquía conyugal en la intimidad:
“Habéis de mostraros muy amorosa y muy privada con respecto a todas las demás criaturas vivas, moderadamente amorosa y privada con vuestros buenos y próximos parientes carnales y con los parientes de vuestro marido, sólo en muy raras ocasiones privada (a fin de manteneros a distancia) con todos los demás hombres, y ajena por completo (a fin de manteneros absolutamente al margen) respecto de los jóvenes presumidos y ociosos”.
(Quinto Artículo de El Administrador. Citado en Ariès y Duby, 1991)
En ese contexto, el principal y dominante agente socializador de la sexualidad femenina ha sido el hombre, y su historia ha sido fundamentalmente la historia de cómo la mujer experimenta e interpreta sus impulsos y vivencias sexuales desde la alcoba. Se trata básicamente de una historia que no está escrita.
En el siglo pasado, se pudo observar que la organización económica de las sociedades capitalistas modernas configuró un escenario social androcéntrico, en el que la participación hegemónica del hombre en el mercado del trabajo definió también su posición dominante en el ámbito doméstico. En la relación sexual entre hombres y mujeres no deja de reflejarse también dicho predominio masculino. De manera que el poder arraigado del hombre que define las prácticas sexuales que son correctas, necesarias y deseadas han configurado los esquemas de sexualidad femenina ineludiblemente a partir de parámetros teóricos y prácticos alienados.
Por ejemplo, la sexualidad femenina reproduce los esquemas culturales atribuidos
a la sexualidad masculina, el deseo y el placer sexual de la mujer se igualan al deseo y el placer masculino, lo que implica que la mujer debiera estar en permanente disposición a mantener relaciones sexuales, y sentir orgasmo cada vez que las ejecuta. “Miramos el mundo a través de nuestros conceptos de sexualidad masculina de modo que, aun cuando no miremos la sexualidad masculina como tal, estamos mirando al mundo dentro de su marco de referencia”1.
Las reglamentaciones sociales se configuran de manera diferenciada para hombres y mujeres. La sexualidad de las mujeres se subordina a la de los hombres, de manera que los permisos, las prohibiciones, los límites y las posibilidades que se establecen en la vida erótica, incluso los intereses y los deseos constituyen elementos definidos desde la sexualidad masculina.
Fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XX, la mujer se integra formalmente a los diversos ámbitos de la vida pública y comienza a escribir la historia social, económica y política de su género. Su incorporación acelerada al mundo laboral significa un incremento notable de su nivel de escolaridad, acceso a puestos laborales mejor cualificados, mejores niveles de remuneración y posibilidades de independencia económica y social, así como también una creciente participación en la esfera política. En síntesis, comienza a ocupar espacios públicos que tradicionalmente eran para hombres.
En la primera década del siglo XXI, los indicadores en Chile reflejan lo anterior. La tasa de participación económica de la mujer se incrementó de 28,1 a 35,6 entre el Censo de 1992 al del 2002, lo que disminuye la brecha de género en 9 puntos.
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