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Ensayos Clinicos


Enviado por   •  11 de Noviembre de 2013  •  3.282 Palabras (14 Páginas)  •  215 Visitas

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Abrí la cómoda. La bisutería, los calcetines, las gafas de sol, la ropa interior y las camisetas de algodón estaban perfectamente ordenados dentro de los cajones. No sabía si faltaba algo. Ropa interior o medias sí podía haberlas metido dentro del bolso. Pero, pensándolo bien, son cosas que no hace falta llevarse a propósito: pueden adquirirse en cualquier parte. Luego fui al cuarto de baño y estudié de nuevo el neceser que estaba en el cajón. Tampoco allí se apreciaba ningún cambio. Sólo contenía unos cuantos cosméticos. Destapé el frasco de Christian Dior y lo olí una vez más. Era el mismo perfume de antes. Un olor a flores blancas acorde con una mañana de verano. Volví a recordar sus orejas y su blanca espalda. Regresé a la sala de estar, me tendí en el sofá. Cerré los ojos y agucé el oído. Aparte del reloj marcando el tiempo, no se oía ningún ruido. Ni el motor de un coche, ni el canto de un pájaro, nada. ¿Qué debía hacer? No lo sabía. Decidí llamar una vez más a la oficina, descolgué, marqué el número; al pensar que se pondría la misma chica de antes me sentí abatido y colgué. No podía hacer nada. Sólo esperar con paciencia. Quizá me hubiera abandonado... No comprendía la razón, pero podía haber ocurrido. Suponiendo que así fuera, ella no era el tipo de persona que se va en silencio, sin una palabra. Si Kumiko quisiera dejarme, me explicaría con todo detalle por qué. Estaba seguro de ello, casi en un cien por cien. Quizás había sufrido un accidente. Quizá la había atropellado un coche y estaba ingresada en un hospital. O estaba inconsciente y habían tenido que hacerle transfusiones. Al pensar en ello se me aceleró el corazón. Pero dentro del bolso llevaba el permiso de conducir, la tarjeta de crédito y la cédula de residencia. Si hubiera sufrido un accidente, la policía o el hospital ya se habrían puesto en contacto conmigo. Me senté en el cobertizo y contemplé distraídamente el jardín. En realidad no veía nada. Intenté pensar, pero era incapaz de concentrar mi atención en una sola cosa. Una y otra vez me venía a la memoria la espalda de Kumiko mientras le cerraba la cremallera del vestido. Me venía a la memoria el olor a agua de colonia detrás de sus orejas. Pasada la una sonó el teléfono. Me levanté del sofá y descolgué. —Discúlpeme. ¿Vive aquí el señor Okada? —Era la voz de Malta Kanoo. —Sí. —Soy Malta Kanoo. Llamaba por el asunto del gato. —¿El gato? —pregunté confuso. Me había olvidado completamente de él. Luego, claro, me acordé. Me parecía, sin embargo, algo que pertenecía a un pasado remoto. —El gato que estaba buscando su esposa —dijo Malta Kanoo. —No, no. Sí, claro. Al otro lado del hilo, Malta Kanoo permaneció en silencio unos instantes como si estuviera calibrando algo. Quizá mi tono de voz la había

alertado. Carraspeé y me pasé el auricular a la otra mano. Tras una corta pausa, Malta Kanoo dijo: —Yo diría, señor Okada, que, a menos que suceda algo excepcional, no volverán ustedes a ver el gato. Es una pena, pero creo que es mejor que se hagan a la idea. El gato se ha ido para siempre. No creo que vuelva. —¿A menos que suceda algo excepcional? —repetí. Pero no obtuve respuesta. Malta Kanoo guardó un largo silencio. Yo esperaba a que ella dijera algo, pero ni aguzando el oído lograba oír su respiración a través del auricular. Cuando empezaba a creer que la línea se había averiado, por fin abrió la boca. —Señor Okada. Tal vez sea un atrevimiento por mi parte, pero, aparte del gato, ¿puedo ayudarle en algo? No pude responderle enseguida. Con el auricular en la mano, apoyé la espalda en la pared. Me costó que me salieran las palabras. —Hay muchas cosas que aún no tengo claras —dije—. No sé nada seguro. Sólo lo estoy pensando. Pero quizá mi mujer se ha ido de casa. Le expliqué que Kumiko no había vuelto la noche anterior y que por la mañana no estaba en la oficina. Durante unos instantes pareció que, al otro lado del hilo, ella re- flexionara. —Debe de estar usted muy preocupado. Ahora no creo que pueda decirle nada. Pero posiblemente todo se aclare dentro de poco. Lo único que puede hacer ahora es esperar. Debe de ser muy duro para usted, pero a todo le llega su momento para actuar. Igual que el flujo y reflujo de las mareas. Nadie puede cambiarlo. Cuando hay que esperar, hay que esperar. —Escuche, señorita Kanoo. Le estoy muy agradecido por las molestias que se ha tomado con lo del gato y siento mucho lo que voy a decirle. Pero no estoy en disposición de escuchar obviedades. Me siento perdido. Verdaderamente perdido. Y tengo un mal presentimiento. Pero no tengo ni idea de lo que debo hacer. ¿Está claro? No sé qué debo hacer cuando cuelgue. Lo que quiero es, por pequeño e insignificante que pueda ser, un hecho concreto. ¿Comprende? Un hecho que pueda ver con mis propios ojos y tocar con mis propias manos. Al otro lado del hilo se oyó cómo caía algo al suelo. El ruido de un objeto no muy pesado, tal vez una bolita de latón chocando contra el suelo de madera. Luego se oyó como un rozamiento. Como si alguien sujetara papel cebolla entre los dedos y luego tirara de él con fuerza. Los ruidos parecían haberse producido ni muy lejos ni muy cerca del aparato. Pero, aparentemente, Malta Kanoo no les prestaba especial atención. —De acuerdo. Algo concreto, ¿verdad? —dijo con tono monótono—. Espere una llamada. —Una llamada ya hace rato que la estoy esperando. —Posiblemente pronto le llame alguien cuyo nombre empieza por «O».

—¿Y esa persona sabe algo de Kumiko? —Esto es todo lo que sé. Ha dicho que quería un hecho concreto, fuera el que fuese, y es lo que le estoy diciendo. Aquí tiene otro: dentro de poco, la media luna durará varios días. —¿La media luna? ¿Se refiere a la luna que está en el cielo? —Sí. La luna que está en el cielo. Pero, de todos modos, debe usted esperar, señor Okada. Esperar lo es todo. Adiós, hasta pronto —dijo Malta Kanoo y colgó. Cogí la agenda de encima de la mesa y la abrí por la página de la «O». Allí, anotados con la letra pequeña y cuidada de Kumiko, aparecían en total cuatro nombres, direcciones y números de teléfono. Arriba de todo estaba mi padre, Tadao Okada. Después venía Onoda, un amigo de la universidad; a continuación, un dentista llamado Otsuka y, al final, el dueño de la bodega del barrio, el señor Oomura. Decidí excluir primero al dueño de la bodega. La tienda estaba a diez minutos andando, pero, exceptuando las ocasiones en que lo llamaba para que me trajeran una caja de cervezas, no teníamos ninguna relación especial. El dentista tampoco podía ser. Me había tratado una muela dos años atrás, pero Kumiko no había ido nunca. Ella, al menos desde que estábamos casados, no había ido jamás al dentista. A mi amigo Onoda hacía muchos años que no lo veía. Después de licenciarse

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