Capitulo I LA ODISEA
LEONELIRIARTE10 de Marzo de 2013
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El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de nacido. Úrsula lo admitió de mala gana, vencida una vez más por la terquedad de su marido que no pudo tolerar la idea de que un retoño de su sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condición de que se ocultara al niño su verdadera identidad. Aunque recibió el nombre de José Arcadio, terminaron por llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones. Había por aquella época tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la casa, que el cuidado de los niños quedó relegado a un nivel secundario. Se los encomendaron a Visitación, una india guajira que llegó al pueblo con un hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía varios años. Ambos eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de ellos para que la ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de arañas sin que Úrsula se diera cuenta, porque andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de animalitos de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga, de modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un pueblo activo, con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio permanente por donde llegaran los primeros árabes de pantuflas y argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por guacamayas. José Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación, perdió todo interés por el laboratorio de alquimia, puso a desconsar la materia extenuada por largos meses de manipulación, y volvió a ser el hombre emprendedor de los primeros tiempos que decidía el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él quien dirigiera la repartición de la tierra. Cuando volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria ambulante transformada en un gigantesco establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron recibidos con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio no volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el único que podría darles razón de su hijo, así que no se les permitió a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo en el futuro, porque se los consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José Arcadio Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de Melquíades, que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea con su milenaria sabiduría y sus fabulosos inventos, encontraría siempre las puertas abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron los trotamundos, había sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los limites del conocimiento humano.
Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos preciosos relojes de madera labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y que José
Arcadio Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora el pueblo se alegraba con los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alconzar la culminación de un mediodía exacto y unánime con el valse completo. Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin revelarlos nunca las métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue un campamento de casas de madera y techos de cinc, todavía perduraban en las calles más antiguas los almendros rotos y polvorientas, aunque nadie sabía entonces quién los había sembrado. Mientras su padre ponía en arden el pueblo y su madre consolidaba el patrimonio doméstico con su maravillosa industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al día salían de la casa ensartadas en palos de balso, Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio abandonada, aprendiendo por pura investigación el arte de la platería. Se había estirado tanto, que en poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su hermano y empezó a usar la de su padre, pero fue necesario que Visitación les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las pantalones, porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las otras. La adolescencia le había quitada la dulzura de la voz y la había vuelta silencioso y definitivamente solitario, pero en cambio le había restituido la expresión intensa que tuvo en los ajos al nacer. Estaba tan concentrado en sus experimentos de platería que apenas si abandonaba el laboratorio para comer. Preocupada por su ensimismamiento, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en ácida muriático para preparar agua regia y embelleció las llaves con un baño de oro. Sus exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya habían empezada a mudar los dientes y todavía andaban agarrados toda el día a las mantas de los indios, tercos en su decisión de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte -le decía
Úrsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres.» Y mientras se lamentaba de su mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran alga tan espantosa coma una cola de cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la envolvió en un ámbito de incertidumbre.
-Alguien va a venir -le dijo.
Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de desalentaría con su lógica casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica,
Aureliano estaba seguro de su presagio.
-No sé quién será -insistió-, pero el que sea ya viene en camino.
El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficontes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con una carta en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de la ropa un pequeño mecedor de madera con florecitas de calores pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La carta dirigida a José Arcadio Buendía estaba escrita en términos muy cariñosas por alguien que lo seguía queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada, que era prima de Úrsula en segundo grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio Buendía, aunque en grado más lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Niconor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas restas adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los nombres mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni José Arcadio Buendía ni Úrsula recordaban haber tenida parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara cama el remitente y mucha menos en la remota población de Manaure. A través de la niña fue imposible obtener ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó a chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todas con sus grandes ajos espantados, sin que diera señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un traje de diagonal teñido de negro, gastada por el uso, y unas desconchadas botines de charol. Tenía el cabello sostenido detrás de las orejas con moñas de cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes barradas por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montada en un soporte de cobre cama amuleto contra el mal de ajo. Su piel verde, su vientre redondo y tenso como un tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejas que ella misma, pera cuando le dieran de comer se quedó con el plato en las piernas sin probarla. Se llegó inclusive a creer que era sordomuda, hasta que los indios le preguntaran en su lengua si quería un poco de agua y ella movió los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si con la cabeza.
Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieran llamarla Rebeca, que de acuerda con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente a ella todo el santoral y no logró que reaccionara con ningún nombre. Como en aquel tiempo no había cementerio en Macondo, pues hasta entonces no había muerta nadie, conservaron la talega con los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultarías, y durante mucho tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se suponía, siempre con su cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la vida familiar.
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