Maestro-Alumno
Enviado por stikse • 2 de Junio de 2014 • 1.971 Palabras (8 Páginas) • 230 Visitas
No hay amistad más sagrada que la que se entabla entre el alumno y el maestro, y una de las más memorables fue la amistad de Helen Keller (1880-1968) y Annie Mansfield Sullivan (1866- 1936).
La enfermedad destruyó la vista y el oído de Helen Keller cuando ella aún no había cumplido diez años, dejándola aislada del mundo. Durante casi cinco años ella creció, como lo describiría mas tarde, ''salvaje y desbocada, riendo y cloqueando para expresar placer, pateando, rasguñando, emitiendo los sofocados chillidos del sordomudo para indicar lo opuesto.''
La llegada de Anne Sullivan a la casa de los Keller en Alabama, desde el Instituto Perkins para ciegos de Boston, cambió la vida de Helen. Sullivan había padecido problemas visuales por una infección ocular de la cual nunca se recobró del todo, y llegó a Helen con experiencia, dedicación y amor a través del sentido del tacto, logró establecer contactos con la mente de la niña, y al cabo de tres años le había enseñado a leer y a escribir en Braille. A los dieciséis años, Helen sabía hablar lo suficiente como para asistir a la escuela y a la Universidad. Se graduó con honores en Radcliffe en 1904, y consagró el resto de su vida a ayudar a los ciegos y sordos, como había hecho su maestra .Las dos mujeres siguieron su notable amistad hasta la muerte de Anne.
Helen Keller escribió sobre su encuentro con Anne Mansfield en su autobiografía, "Historia de mi vida" ("The story of my life'')
''El día más importante que recuerdo en toda mi vida es el día que conocí a mi maestra, Anne Mansfield Sullivan. Me maravillo al pensar en los inconmensurables contrastes que había entre las dos vidas que reunió ese encuentro. Era el 3 de marzo de 1887, tres meses antes de que yo cumpliera los siete años.
En la tarde de ese día memorable, yo estaba en el porche, muda, expectante; la agitación de mi madre y los correteos por la casa me sugerían que estaba a punto de suceder algo inusitado, así que fui a la puerta y aguardé en la escalinata. El sol de la tarde penetraba la madreselva que cubría el porche, y cayó en mi rostro. Mis dedos se demoraban casi inconscientemente sobre las hojas y capullos que acababan de brotar para saludar la dulce primavera sureña. Yo no sabía qué maravillas y sorpresas me deparaba el futuro. La furia y la amargura me habían acechado continuamente durante semanas, y una profunda languidez había sucedido a esta lucha apasionada.
¿Habéis estado alguna vez en el mar en medio de una densa niebla cuando parece que una tiniebla blanca y tangible nos encierra y el gran buque, tenso y ansioso, avanza a tientas hacia la costa con plomada y sonda, y uno espera con el corazón palpitante a que algo suceda? Antes del comienzo de mi educación yo era como ese buque, sólo que no tenía brújula ni sonda, ni modo de saber a que distancia estaba el puerto. ''Luz ¡Dadme luz'', era el grito silencioso de mi alma, y la luz del amor brilló sobre mí en esa misma hora.
Oí pasos que se acercaban. Tendí la mano, suponiendo que era mi madre. Alguien la tomó, y quedé atrapada en los brazos de quien había llegado para revelarme todas las cosas y, sobretodo, para amarme.
Esa mañana, después de llegar, mi maestra me condujo a la habitación y me dio una muñeca. La habían enviado los niños ciegos del Instituto Perkins y la había vestido Laura Bridgman, pero yo solo me enteré de esto más tarde. Cuando yo hube jugado un rato con la muñeca, la señorita Sullivan deletreó lentamente en mi mano la palabra'' muñeca''. Ese juego con los dedos me interesó de inmediato e intenté imitarlo. Cuando al fin logré trazar correctamente las letras, estaba embargada de placer y orgullo infantil. Corrí a la planta baja para ver a mi madre, alcé la mano y tracé las letras: m-u-ñ-e-c-a. No sabía que estaba deletreando una palabra, ni siquiera que existían las palabras; solo movía las manos en una imitación simiesca. En los días que siguieron aprendí a deletrear inadvertidamente muchas palabras, entre ellas alfiler, sombrero, gorra y algunos verbos como sentarse, levantarse y caminar. Pero necesité varias semanas con mi maestra para comprender que todo tiene un nombre.
Un día, mientras yo jugaba con mi muñeca nueva, la señorita Sullivan me puso en el regazo mi gran muñeca de trapo, deletreé muñeca y trató de hacerme comprender que esa palabra se aplicaba a ambas. Ese día habíamos tenido una riña por las palabras ''t-a-z-a'' y ''a-g-u-a''. La señorita Sullivan. Había intentado hacerme comprender que '' t-a-z-a'' era taza y que ''a-g-u-a'' era agua pero yo insistía en confundir las dos. Ella había optado por dejar ese tema por un tiempo, para retomarlo en la primera oportunidad. Me impacienté ante sus reiterados intentos y, tomando la muñeca nueva, la arrojé al suelo. Quedé encantada al sentir los fragmentos de la muñeca rota a mis pies. Mi estallido de cólera no fue seguido por pena ni arrepentimiento. Yo no amaba esa muñeca. En el mundo silencioso y oscuro donde yo vivía no había sentimientos fuertes ni ternura. Noté que mi maestra barría los fragmentos a un costado del hogar, y sentí satisfacción por haber eliminado la causa de mi incomodidad. Ella me trajo el sombrero, y supe que saldría a la cálida luz del sol. Este pensamiento -si una sensación sin palabras se puede llamar pensamiento-me hizo brincar de placer.
Caminamos por el sendero hasta la fuente, atraídas por la fragancia de la madreselva que la cubría. Alguien extraía agua y mi maestra puso mi mano bajo el grifo. Mientras el chorro fresco me empapaba una mano, ella deletreó en la otra la palabra agua, primero despacio, después de prisa. Me quedé en silencio, fijando mi atención en el movimiento de sus dedos. De pronto tuve una borrosa conciencia, como de algo olvidado, el estremecimiento
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