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Ya No Seas Codependiente


Enviado por   •  15 de Octubre de 2012  •  2.632 Palabras (11 Páginas)  •  406 Visitas

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YA NO SEAS

CODEPENDIENTE

Melody Beattie

Cómo dejar de controlar a los demás y empezar a ocuparse de uno mismo.

No es fácil encontrar la felicidad en nosotros mismos, y no es

posible encontrarla en ninguna otra parte.

Agnes Repplier, The Treasure Chest.

Por ayudarme a hacer posible este libro, le doy las gracias:

A Dios, a mi madre, a David, a mis hijos, a Scott Egleston,

a Sharon George, a Joanne Marcuson y a toda la gente

codependiente que ha aprendido de mí y que me ha

permitido aprender de ella.

Este libro me lo dedico a mí.

Índice

Introducción.

Mi primer encuentro con codependientes fue a principios de la década de los sesenta. Esto sucedió

antes de que a la gente atormentada por la conducta de otras personas se le llamara codependiente, y antes

de que a la gente adicta al alcohol y a otras drogas se le etiquetara como dependiente químico. Aunque yo no

sabía qué eran los codependientes, generalmente sí sabía quiénes eran. Siendo yo alcohólica y adicta,

pasaba como una tormenta por la vida, haciendo a otros codependientes.

Los codependientes eran una molestia necesaria. Hostiles, controladores, manipuladores, indirectos,

productores de sentimientos de culpa, era difícil comunicarse con ellos, en ocasiones resultaban

verdaderamente odiosos y constituían un obstáculo para mi compulsión de “elevarme”. Me detenían, me

escondían las pastillas, hacían gestos de desagrado, me tiraban el alcohol por el fregadero, trataban de impedir

que consiguiera más drogas, querían saber por qué les estaba haciendo esto a ellos y me preguntaban qué me

pasaba. Pero siempre estaban ahí, listos para rescatarme de los desastres que yo me fabricaba. Los

codependientes en mi vida no me entendían, y yo tampoco los comprendía a ellos.

Mi primer encuentro profesional con codependientes ocurrió años después, en 1976. Para ese

entonces en Minnesota, los adictos y alcohólicos se habían vuelto dependientes químicos, a sus familiares y

amigos se les llamaba los otros significativos y yo era una adicta y alcohólica en recuperación. En esa época,

trabajaba también como consejera en el campo de la dependencia química, esa vasta cadena de instituciones,

programas y agencias que ayuda a que la gente con dependencias químicas se alivie.

Como soy mujer y la mayoría de los otros significativos en ese tiempo eran también mujeres, y como

tenía menos antigüedad y ninguno de mis compañeros de trabajo quería hacerlo, mi jefe en el centro de

tratamiento de Minneapolis me pidió que organizara grupos de apoyo para las esposas de los adictos que

estaban participando en el programa.

Yo no estaba preparada para esa tarea. Todavía encontraba a los codependientes hostiles,

controladores, manipuladores, indirectos, provocadores de sentimientos de culpa, me era difícil comunicarme

con ellos, y más.

En mi grupo, veía personas que se sentían responsables del mundo entero, pero que se rehusaban a

asumir la responsabilidad para conducir y vivir sus propias vidas.

Vi personas que constantemente daban de sí a los demás pero que no sabían recibir. Vi a otros dar

hasta sentirse iracundos, exhaustos y vacíos del todo. Vi algunos dar hasta darse por vencidos. Llegué

incluso a ver a una mujer dar y sufrir tanto que murió de “vejez” y por causas naturales a los 33 años. Era

madre de cinco niños y esposa de un alcohólico que había sido enviado a prisión por tercera vez.

Trabajé con mujeres expertas en cuidar a todo el que se encontraba a su alrededor, y aun así estas

mujeres dudaban de su capacidad para cuidar de sí mismas.

Vi personas que eran tan sólo cascarones, que corrían sin pensar de una actividad a otra. Vi a los

siempre complacientes, a los mártires, a los estoicos, a los tiranos, vi personas como enredaderas marchitas,

enredaderas colgantes, y, tomando una línea de H. Sackler en su obra The Great White Hope (La gran

esperanza blanca), vi “rostros arrebatados que denotaban miserias”.

La mayoría de los codependientes estaba obsesionada con otras personas. Con gran precisión y

detalle, podía recitar largas listas de los actos y transgresiones de los adictos: lo que pensaban, hacían y

decían; y lo que no pensaban, no hacían o no decían. Los codependientes sabían lo que el alcohólico o adicto

debía o no debía de hacer. Y se preguntaban una y otra vez por qué lo hacían o por qué no lo hacían.

Sin embargo, estos codependientes que tan bien podían ver dentro de los demás no podían verse a sí

mismos. No sabían lo que estaban sintiendo. No estaban seguros de lo que pensaban. Y no sabían qué era,

si acaso había algo, lo que podían hacer para resolver sus problemas; si, en efecto, tenían algún otro problema

que no fueran los alcohólicos.

Era un grupo formidable el de estos codependientes. Molestaban, se quejaban y trataban de controlar

todo y a todos menos a sí mismos. Y, excepto por unos cuantos pioneros de la terapia familiar, muchos

consejeros (incluyéndome a mí) no sabían cómo ayudarlos. El campo de la dependencia química prosperaba,

pero la ayuda estaba centrada en el adicto. La bibliografía y el entrenamiento para terapia familiar eran

escasos. ¿Qué necesitaban los codependientes? ¿Qué querían? ¿Qué no eran tan sólo una extensión del

alcohólico, un visitante del centro de tratamiento? ¿Por qué no podían cooperar, en vez de buscar problemas

siempre? El alcohólico tenía una excusa para estar tan loco: estaba borracho. Estos otros significativos no

tenían excusa. Actuaban así estando sobrios.

Pronto me suscribí a dos creencias populares. Estos locos codependientes (los otros significativos)

estaban más enfermos que los alcohólicos. Y no resultaba extraño que el alcohólico bebiera: ¿quién no lo

haría con un cónyuge así?

Para entonces, ya tenía tiempo de permanecer sobria. Estaba empezando a comprenderme a mí

misma, pero no comprendía la codependencia. Lo intenté, pero no pude hasta años después, cuando me

enredé a tal grado en el caos de unos cuantos alcohólicos que dejé de vivir mi propia vida. Dejé de pensar,

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dejé de sentir emociones positivas, y me quedé llena de ira, de amargura, de odio, de miedo, de depresión de

desamparo, de desesperación y de sentimientos de culpa. En ocasiones deseaba dejar de vivir. No

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