El rapto del constituyente
Enviado por Victor Estivales • 5 de Noviembre de 2019 • Ensayo • 1.109 Palabras (5 Páginas) • 152 Visitas
La segunda mitad del siglo XIX está plagada de imágenes y relatos en que el terror se manifestaba en la peor de sus formas: la cautiva, es decir, las damas raptadas por las salvajes hordas de araucanos, condenadas a vivir en las tolderías como esposa –una entre muchas- de un “cacique y, por lo tanto, viviendo en la vergüenza de ser la madre de pequeños bárbaros. La cautiva, cuentan los relatos, una vez rescatadas no deseaban volver a la “civilización”, anticipando tal vez, el rechazo y la exoneración de una clase cuyo criterio de pertenencia estaba constituido por el racismo. Rugendas retrata con maestría el terror de la frontera: una horda caótica de salvajes acompaña a protagonista de la escena que lleva en las ancas de su montura a una despavorida “dama”; El rapto de la cautiva.
El rapto se refiere, en latín, al impulso o acción de arrebatar y, en distintos códigos penales –hasta hace poco, el nuestro entre ellos- se definía, más o menos, como la privación de libertad de una mujer de buena fama, contra su libertad y con miras deshonestas. La misma norma contemplaba menores penas para aquel que delinquiera contra una mujer que no tuviera buena fama.
Una antigua tesis de grado sobre el tema, publicada en 1924, indicaba que esta figura constituía no solo un atentado contra la libertad de la víctima sino, por sobre todo, contra su honor. Si consideramos las exigencias de esta antigua legislación –la buena fama-, no deja de llamarnos la atención la sutil, pero clara, diferencia que se establece: mujeres de buena y mala fama o, si se permite la licencia, entre mujeres que merecen más o menos “justicia” según su origen o condición: el honor lesionado constituye parte del patrimonio de un grupo que salvaguarda no solo la integridad de sus hijas y sus mujeres, sino también la exclusividad en el acceso a sus privilegios, previniendo, con la tipificación de este delito, el acceso de indeseables -de advenedizos- dispuestos a mancillar a tan selecto grupo con una vergonzosa –y morena o mestiza- progenie de rotos o, peor aún, de mestizos.
Para nadie debe resultar un misterio el hecho de que, en la legislación penal de nuestro país –o al menos en el rigor de su aplicación-, hay individuos más iguales que otros; baste con recordar las condenas reservadas para honorables de nuestra política y de la actividad económica para constatarlo.
Este hecho, sin embargo, debe conducirnos a una reflexión más profunda y que se relaciona con la existencia de una clase para quien el Estado y su institucionalidad operan como –un componente más de- su patrimonio, sus derechos y sus privilegios.
Nuestras élites han sido las agentes de diversos procesos históricos en nuestro país. Sin embargo, son solo escasas ocasiones –y escasas voces – en las que se ha dado lugar a la reflexión sobre los complejos de los que adolecen y que se han constituido en la pulsión que los conmina a la acción a lo largo de nuestra historia.
Efectivamente, ya desde el proceso de independencia, un grupo de varones, letrados, blancos, católicos y heterosexuales asumió la tarea de construir política e ideológicamente “nuestro” estado-nación. En este sentido, podemos identificar el complejo de inferioridad como motor de la voluntad emancipadora: el ser criollo (la culpa de haber nacido en las indias) operaba como un estigma que relegaba –hasta ese momento- al destino de ser una clase dominante a medias; más adelante, este complejo se traducirá en una pulsión modernizadora que conducirá a la exclusión de la gran masa postergada.
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