Fernando Soto
Enviado por dianpadilla • 14 de Abril de 2013 • 2.934 Palabras (12 Páginas) • 317 Visitas
por este sacrificio las recibiremos de la mano de dios cuando nos abra las puertas de la eternidad. Rudecindo no se atreve a cuestionar estas palabras, si bien en el fondo de su corazón sepa que no es justa el hambre ni la miseria bajo ningún pretexto; pero es que hay algo en la voz del cura, en sus intricadas metáforas, en el lenguaje con que se expresa, que termina persuadiéndose de que él dice la verdad.
Las palabras de los sermones habitualmente vuelven a la cabeza de Rudecindo, especialmente en los momentos más críticos, no para darle fortaleza, sino para justificar a sus ojos la desgracia continua de su vida. Tal vez, sólo la voz de Pastora, su esposa, puede sacarlo de este trance, por ejemplo, cuando su hijo Pacho roba las limosnas de la iglesia, y ella arguye que ninguna familia es más pobre que la suya en ese momento. Pero, además, el discurso religioso no sólo hace que Rudecindo asuma su pobreza como inevitable, sino que también castra sus sentimientos, los mantiene en una posición de fatalidad: así sucede cuando se descubre desenado a Cándida, su cuerpo y juventud, cuando maldice el sueldo por el que ha trabajado tantos días, o cuando se lamenta de la suerte de sus hijos.
El segundo elemento que mantiene una actitud de predestinación en Rudecindo tiene que ver con el contexto en el que vive. A lo largo de La Rebelión de las Ratas se insiste mucho en las condiciones materiales de Timbalí; hay una división infranqueable entre los ricos y los pobres: los primeros, son los extranjeros, los que tienen educación y hablan lenguas enredadas, y los pobres, son todos los demás, los que no saben leer ni escribir –como él mismo-, los que nunca han tenido algo distinto a lo justo, los de las manos callosas y rostro percudido. Incluso, para Rudecindo se trata de algo peor, porque él y los suyos no viven siquiera en los barrios pobres de Timbalí, sino en el basurero, a donde llegan los desperdicios de los unos y los otros, es decir, el punto más bajo.
Vivir en un basurero contribuye a que Rudecindo se sienta incapacitado para superar esa realidad, no se sabe con las fuerzas suficientes ni siquiera para unirse a un sindicato. Además, siempre hay un polvo amarillo ensuciándolo todo, mostrándole cómo, en algún momento, el mismo viento y la tierra se encargarán de atraparlos en el olvido. El de Timbalí es un paisaje “pegajoso, asfixiante”, que ata a quien vive en él a su realidad. Simbólicamente, el pequeño pozo que hay cerca a la casucha en la que vive Rudecindo, se irá secando con el pasar de las páginas, pronunciando la sequedad y el olvido del lugar.
Finalmente, hay otro aspecto un poco más psicológico que mantiene viva la resignación frente a la pobreza. Me refiero a que han venido desde lugares tan distintos palabras sobre su pobreza que Rudecindo las empieza a repetir inconcientemente, y esta repetición se convierte en una práctica de autoconvencimiento. La religión le ha dicho: “acostúmbrate”, los capataces y jefes de la carbonera: “es lo que tenemos para dar”, su propia necesidad lo ha incitado: “acéptalo”; y así, a fuerza de escuchar y repetir, el principal verdugo de Rudecindo Cristancho es él mismo, obviamente no porque sobre él deba depositarse toda culpa, sino porque el mundo lo ha convencido de aceptar su miseria.
Su vida le parece absurda: trabajar diez días para recibir unas cuantas monedas, cambiarlas luego a Joseto por algo de sal y panela, ganando con ello sólo un poco de energía para reemprender el trabajo por otro tiempo. No hay esperanzas de prosperidad, esta palabra sólo parece aplicarse para los dueños de las minas; y así como para él ya no cabe esperar un futuro, tampoco para Mariena o Pacho, igual de miserables que su padre. Justamente, si se analiza, es la fatalidad de este destino, de lo inútil de cualquier intento que se haga por evadirlo, lo que lleva a Mariena a escaparse con ese hombre brusco que es el Diablo, el cual seguramente la embarazará y dejará a su suerte en cualquier pueblo.
Tan pobre y predestinado como una rata, así se siente Rudecindo Cristancho. Nada parece diferenciarlos: como ellas, vive en un basurero, alimentándose de los desperdicios y pasando la noche en un cambuche miserable; como ellas, permanece en la oscuridad, en su caso de las minas, royendo la tierra hasta el cansancio, sólo para nutrir las manos de los extranjeros que se enriquecen a costa de su sudor; como ellas, apenas reunidos en grupo, cae la mano victimaria que busca aniquilarlos para mantenerlos en su nivel y en un número controlable.
El mundo social de Timbalí
Como hice notar antes, Timbalí representa uno de esos tantos pueblos que nacieron en nuestro país debido a la explotación minera. La evocación con la que abre La Rebelión de las Ratas permite hacerse una idea del pasado del lugar: la división por veredas y familias, el campo en su fulgor y naturalidad; una visión, de algún modo, ideal. Sin embargo, este estado primario, sufre una fractura social: los campesinos –como lo dice el mismo Soto Aparicio-, acostumbrados a trabajar bajo modalidades como el minifundio, deben entenderse ahora como obreros, y vender su fuerza de trabajo a empresas extranjeras; la propia lucha por la sobrevivencia, se transforma en una forma de explotación humana.
Como corolario de este cambio, aparecen un sinnúmero de problemas sociales, al tiempo que se agudizan algunos ya existentes: la ambición, por ejemplo, el dinero, el analfabetismo, la impersonalización de las relaciones, o el mismo ruido y contaminación que produce la industria, rápidamente hacen irreconocible el paisaje anterior. Dentro de ese cambio social aparece el fenómeno de la pobreza; no es que antes no existiera, pero, de alguna forma, estaba aplacado por la amplitud y benevolencia de los campesinos. Cuánto extraña Rudecindo Cristancho la amabilidad de los campesinos al acercarse a las casas de Timbalí a solicitar hospedaje. Las puertas se cierran, y no tiene otra opción que descender a la capa más baja de la sociedad. Un bello contraste entre estos dos puntos se establece al inicio de la novela con relación al cubil en donde vive la familia Cristancho:
“Lo primero que oyó Rudecindo, al despertar, fue el incesante traqueteo de los motores. Abrió lentamente los ojos y examinó la choza. Rodeada por la luz fría de la madrugada parecía más vieja, más decrépita. El techo estaba formado por grandes latas planas cubiertas de huecos, tapados algunos con brea. Las paredes se formaban de diversos elementos: tablas, hierros oxidados, canecas medio despanzurradas. El piso era de tierra, esa misma amarilla, estéril, inservible, que cubría ahora la totalidad del valle. La puerta, sostenida por un milagro del equilibrio,
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