El Conocimiento Y La Riqueza De Las Naciones
latinoamercia20 de Abril de 2015
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INTRODUCCIÓN
La clave de la prosperidad - tanto de las fortunas privadas, grandes y pequeñas, como de la riqueza de las naciones, en otras palabras, del crecimiento económico, con sus incalculables beneficios para todos – son las ideas nuevas, más que el ahorro o que la inversión o incluso que la educación. Y en el trasfondo de todo ello están las intricadas reglas del juego que llamamos las leyes, y la política.
No fue, sin embargo, hasta Octubre de 1990 Paul Romer público un modelo matemático de crecimiento económico en una revista de la corriente económica dominante, cuando el análisis económico del conocimiento fue por sin objeto de atención, después de más de doscientos años de presencia informal e incómoda entre bastidores. El título del artículo al mismo tiempo aparentemente simple e intimidatorio: “El cambio tecnológico endógeno”. (“Endogenous Technological Change”).
El primer párrafo contenía una frase que al principio era más desconcertante que otra cosa: “El rasgo distinto de […] la tecnología como factor de producción es que no es ni un bien convencional ni un bien público, es un bien no rival, parcialmente excluible […]”.
Y ahí empezó todo. Pues fue concretamente esa frase, que se escribió hace más de quince años y que aún no se entiende mucho, la que puso en marcha una trascendental transformación conceptual de la ciencia económica, al ampliar la conocida distinción entre bienes “públicos”, suministrados por el Estado, y bienes “privados”, “rivales” y “no rivales”, es decir, entre bienes cuyo carácter corpóreo permite poseerlos por completo e impedir en alguna medida que los otros los compartan.
Bienes son no rivales, porque pueden ser copiados o compartidos y utilizados por muchas personas al mismo tiempo.
Los bienes rivales son objetos y los bienes no rivales son ideas, “átomos” y “bits”.
El concepto de no rivalidad en sí mismo no era en absoluto nuevo para la economía, pues los hacendistas habían utilizado durante más de cien años una serie de términos, a menudo confusos, para explicar la causa de los “fallos del mercado”, para describir el carácter comunal subyacente.
El concepto de no rivalidad ocupo un sitio entre ellos en la década de 1960. Fue al combinar este concepto con el de “excluible” y aplicándolos donde no se habían utilizado hasta entonces cuando Romer dio un vuelco al papel que desempeñaban las ideas en la vida económica – es decir, en los secretos comerciales.
Todo ello, en pocas palabras, pasaba a ser la economía del conocimiento, Romer aclaró el inevitable conflicto entre los incentivos para la producción de nuevas ideas y los incentivos para la distribución y el uso eficientes del conocimiento existente, es decir, lo que llamamos propiedad intelectual.
Pero con la publicación de “El camino tecnológico endógeno”, Romer ganó una carrera, si se la puede llamar así, una carrera en el seno de la comunidad de economistas universitarios que se dedican a investigar el proceso de globalización actual, para decir algo práctico y nuevo sobre la manera de fomentar el desarrollo económico en los lugares en los que no se ha producido.
Unos cuantos años más tarde, las cuestiones relacionadas con el crecimiento de la riqueza de las naciones registrado después de la Segunda Guerra Mundial se habían aclarado y, si no se habían resuelto, al menos si se habían reformulado en el lenguaje formal de la economía técnica.
“Romer90” no concuerda con nuestra concepción de una obra clásica, de una obra que debe colocarse en la estantería al lado de la obras de otros grandes filósofos mundiales. Pero lo es, por razones que son relativamente fáciles de explicar.
Consideremos un elemento básico de la teoría económica, los llamados “factores de producción”. Se describen en el primer capítulo de casi todos los libros de introducción a la economía. Durante trescientos años, estas categorías analíticas fundamentales de la economía fueron la tierra, el trabajo y el capital. La tierra era un término abreviado para referirse a las capacidades productivas de la propia tierra, sus pastos, sus bosques, sus ríos, sus océanos y minas. El trabajo, para referirse a la variedad de esfuerzos, al talento y a la mera fuerza física de los trabajadores y las estructuras en las que trabajaban y vivían, y abarcaba no solo los bienes físicos en si sino también los activos financieros de todo tipo que representaban el control de estos bienes y de los servicios del trabajo. Estas categorías se habían desarrollado durante el siglo XVII en el que la economía mundial en expansión dio origen al capitalismo moderno.
Permitían a los economistas discutir sobre quien debía producir que bienes y para quien, sobre las relaciones en el trabajo, sobre los determinantes del tamaño de la población humana, sobre que responsabilidades debían corresponder al Estado y cuales era mejor dejar a los mercados.
Desde el principio se dieron sencillamente por sentadas algunas circunstancias de la condición humana. Una de ella era el alcance del conocimiento. Otra, la propia naturaleza humana, que se manifestaba en los gustos y las preferencias.
Estas circunstancias eran “parámetros”, que no se consideraban necesariamente inmutables, pero que se pensaba que estaban determinados por fuerzas no económicas, una costumbre simplificadora de la económica técnica que se remonta como minino al siglo XIX y a John Stuart Mill. En la jerga moderna, estas circunstancias dadas se consideraban exógenas al sistema económico. Se encontraban fuera del modelo y se trataban como si fueran una “caja negra” cuyo funcionamiento interno detallado se dejaba intencionadamente de lado. Exógena a sus obligaciones es que lo quiere decir la camarera responde diciendo: “esta mesa no es mía”.
En el siglo XIX, se pensaba que los rendimientos crecientes tenían que ver principalmente con la producción de máquinas.
Los acontecimientos relacionados con la teoría del crecimiento de los que se ocupa este libro se desarrollaron principalmente en Cambridge (Massachusetts) y en Chicago, muy lejos, desde luego, de las controversias sobre la “economía de la oferta”.
En la urdimbre del pensamiento económico fueron apareciendo nuevas ideas sobre temas como la novedad, la variedad y el poder de mercado, primero en la subdisciplina de la organización industrial, después en el comercio, más tarde en el crecimiento y de nuevo en la organización industrial.
Héroes personifican en cierta forma las generaciones de la economía moderna: Robert Solow nacido en 1924, Robert Lucas nacido en 1937 y Paul Romer nacido en 1955. La historia de como durante tanto tiempo se ignoró “el conocimiento” en economía y de por qué aún es despreciado en algunos sectores, es en sí misma bastante interesante.
El artículo de Romer de 1990 dividía el mundo económico siguiendo criterios distintos a los anteriores.
Se redefinieron los “factores de producción” tradicionales. Las categorías fundamentales del análisis económico dejaron de ser, como habían sido durante doscientos años, la tierra, el trabajo y el capital. Esta clasificación elemental fue suplantada por la gente, las ideas y las cosas.
Pero una vez que se reconoció que la economía del conocimiento era diferente es aspectos cruciales (bienes no rivales y parcialmente excluibles) de la economía tradicional de las personas (de los seres humanos con toda su pericia, sus destrezas y sus virtudes) y de las cosas (de las formas tradicionales del capital, desde los recursos naturales hasta las acciones y los bonos).
El cambio técnico y el crecimiento del conocimiento se habían vuelto endógenos, es decir.
1. LA DISCIPLINA
Los Meetings, como suelen llamar sus iniciados a los congresos anuales de las Allied Social Science Associations, en cuyo programa domina la American Economic Associations (AEA), se desarrollan todos los años como si fueran un Brigadoon y cada año en una ciudad distinta.
En los Meetings donde la economía está representada ceremonialmente por sus adeptos; ellos son el capital de una república de ideas regulada por determinadas leyes.
La AEA es, si no la asociación más antigua de los que se consideran a sí mismos economistas científicos, si al menos el foro más visible en el que este se reúnen.
Entre sus miembros se encuentran las personas que reciben el Premio Novel, escriben libros, acuñan el vocabulario de la disciplina, forman parte del equipo del Council of Economic Advisers del presidente de Estados Unidos, asesoran a los responsables de los bancos centrales, a Wall Street y a la City de Londres, y formulan las teorías con las que analizamos las cuestiones de la actualidad. Aquí están las personas que enseñan la ciencia económica a la siguiente generación en las universidades.
La AEA no ha sido presidia nunca por nadie que no fuera profesor universitario desde que se fundó en 1885 (Paul Douglas, profesor de la Universidad de Chicago, fue presidente un año antes de que fuera elegido senador de Estados Unidos por el estado de Illinois).
Un economista puede dejar su impronta de muchas formas, no solo como investigador o como profesor: también puede destacar dirigiendo una empresa, presidiendo una universidad, ganado mucho dinero, administrando una fundación, gobernando un banco central, convirtiéndose en un experto en política económica, dedicándose a analizar datos, siendo un
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