Sistema registral notarial
Enviado por Karla Garate • 28 de Noviembre de 2018 • Documentos de Investigación • 8.914 Palabras (36 Páginas) • 217 Visitas
- Breve reseña histórica
Ciertamente el sistema registral español es sumamente curioso, pues incluso en la actualidad, su mayor regulación se encuentra en la Ley Hipotecaria, lo que no es común con relación a los otros sistemas jurídicos registrales en el mundo. Sin embargo, ello no impide que se pueda elaborar una reconstrucción de la –sumamente acertada, debemos decir– disertación que realizó un Registrador de la Propiedad de Santander y Vicedecano del Ilustre Colegio de Registradores de España, por el centenario de la Ley Hipotecaria Española en la Universidad de Murcia, en su ponencia sobre la evolución del sistema registral español, desde 1339 a 1961[1].
El respetado Registrador señala como “[p]rimer atisbo de registro judicia[l]”[2] a la Pragmática[3] del Rey Pedro III dada en Barcelona en diciembre de 1339. En donde se señalaba que en el común de las relaciones civiles españolas, por distintas razones, no se estaban inscribiendo los bienes de los ciudadanos, disponiendo que su inscripción debía hacer por sentencia judicial.
En esa línea –en la época antigua– más de una prágmatica versó sobre el deber de registro. Por ejemplo, Juan II, en 1423, en la ciudad de Madrid, determinó que si no se registraban anticipadada lo recibido que constituyera en “mercedes de juro de heredad[4], o de por vida o de cada un año o de otra cualquier otra manera”, ante los Contadores mayores para que ellos lo asienten los respectivos libros, se perderían tales mercedes, las cuales no podrían ser inscritas posteriormente, siendo imposible su goce de pleno derecho; ello quiere decir que los bienes que se recibían a manera de contraprestación diferida por un pacto con el monarca, con la potencialidad de ser transferido a los herederos o terceros, hasta que éste lo permita, se pierden si no se registran.
Resulta pertinente mencionar otras reglas registrales dictadas por medio de Pragmáticas. Por un lado, las donaciones que no fueran inscritas en el Registro de los «ditos Iudges» (o jueces) ordinarios, carecerían de eficacia y de valor[5].
Por otro lado, se dispuso que la inscripción de censos, compras y ventas[6], se debería hacer en el plazo de 6 días una vez realizado el acto ante el Registrador –primera vez que se denomina el oficio–, y que, por el contrario, el acto no tendría efecto alguno, tampoco para terceros poseedores[7].
Resulta interesante lo expuesto por el Registrador español, al constatar que, en un principio, el registro de ventas, fianzas, vínculos, demás gravámenes y los respectivos bienes, se llevaba en las Contadurías u Oficios de Hipotecas, los que deberían ser guardadados en las «Casas Capitulares» (ayuntamientos o alcaldías distritales).
Recién en 1845, se promulga el primer antecedente de la Ley Hipotecaria española referida, el Real Decreto, el cual regualaba las Contadurías de Hipotecas[8]. Dicha promulgación, se debió a las “[m]odificaciones en la estructura social y económic[a]” [9] del país vasco.
Antes a 1845, el ordenamiento jurídico español, no tenía necesidad alguna de regular la propiedad y los actos que pudieran devenir de esta, dado que, “[n]o había tráfico activ[o]”[10], por la misma idiosincrasia española que veía con malos ojos que la propiedad fuera adquirida y no heredada, prestada o cedida (presumiblemente producto de los juros y las relaciones que se tenían con el monarca). Es en el Siglo IX, donde esta concepción cambia gracias a la revolución maquinaria que trajo consigo la evolución de las estructuras y el liquidamiento del ordenamiento tradicional de la propiedad.
Luego de promulgado tal Decreto Real, en el mismo año, se crearon las Contadurías y Oficios de Hipotecas, las que dependían –en un principio– del Ministerio de Hacienda, fueron encargadas al Fisco. A pesar de que luego en el año 1853, a través de un Decreto Real se dejó establecido que la legislación hipotecaria y sus instrumentos tenían una doble finalidad –“el registro público de la propiedad como garantía de los intereses privados y el impuesto, como consecuencia de todos los servicios sociales”– la institucion, tenía criterios predominantemente fiscales, según el ponente. Recién en el año 1862, se dejo establecido que los Registrador de la Propiedad, dependerían del Ministerio de Justicia.
El Real Decreto, prescribía como actos inscribibles en las Contadurías, las traslaciones de inmuebles en propiedad y en usufructo, procedentes de contratos y herencias; y las hipotecas; los mandatos judiciales de embargo; arriendos y sub-arriendos[11]. El acto de registro se encontraba encargado a los Jefes de Oficinas de Hipotecas –en un principio– para finalmente denominarse, Registradores Hipotecarios, en 1852 y 1854[12], a quienes el Estado les entregaba los libros y les remuneraba un Arancel.
El artículo 40 del Real Decreto de 1845, establece la nulidad de “todo título o documento que estando sujeto al Registro de hipotecas aparezcan sin la nota correspondiente que acredite ser registrado”.
Al llegar a este punto, el Registrador expone su descontento con el régimen registral español hasta antes de la promulgación de la Ley Hipotecaria, al concluir que, los registros primitivos fueron totalmente absorbidos por un sentido fiscal; que la sanción de nulidad nunca logró establecer el carácter constitutivo de las incripciones; y por otro lado, que los actos inscribibles eran “limitados y confusos, sin método de orientación fija”[13], sin diferenciar bienes muebles de inmuebles.
Luego, en 1961 se promulga la Ley Hipotecaria Española, la cual, logró darle el impulso necesario al sistema registral, al otorgar seguridad de tráfico y crédito. En palabras del Registrador, “la ley no solo fijo los principios de publicidad y especialidad [s]i no que también desenvolvió otros, típicos de un buen sistema inmobiliari[o]”[14]: el principio de rogación –sin petición previa no puede ponerse en marcha el mecanisno registral–, el principio de legalidad –la facultad calificadora de la documentación de toda clase por el Registrador–, el de tracto sucesivo, el principio de prioridad –primero en el tiempo, mejor en derecho–.
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