Gastronomía Aragonesa
Enviado por cocinagaroe • 8 de Febrero de 2014 • 8.544 Palabras (35 Páginas) • 172 Visitas
COCINA ARAGONESA
INTRODUCCIÓN
Situado en el noreste de España, Aragón cuenta con 136 kilómetros de frontera con Francia y es la puerta central a Europa desde España y Portugal.
La Comunidad Autónoma de Aragón comprende un territorio caracterizado por su gran extensión y su situación privilegiada en España y en el entorno europeo.
Con 47.645 kilómetros cuadrados de superficie, es la cuarta Comunidad Autónoma Española, sólo superada en tamaño por Castilla y León, Castilla-La Mancha y Andalucía. Tiene más superficie que países europeos como Bélgica, Holanda o Dinamarca.
En cuanto a su estratégica ubicación, es destacable su papel de frontera con Europa a través de los Pirineos.
Asimismo, la capital Zaragoza y el Valle del Ebro se configuran como centro de interés en la medida en que equidistan de otros centros neurálgicos españoles: Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia, lo que convierte a Zaragoza en un nudo de comunicaciones.
CLIMA El mapa térmico aragonés está claramente determinado por la altitud. Son cinco las regiones térmicas aragonesas:
• Clima muy frío del Alto Pirineo
• Frío en el Pirineo interior, Gúdar y Albarracín
• Templado en el resto del Pirineo y serranías ibéricas
• Subcálido : somontanos y depresión central
• Muy cálido : depresión de la confluencia de los ríos Martín-Ebro y Matarraña.
La media térmica anual es de 15ºC.
1. INFLUENCIA DE TRES CULTURAS
"Moros, cristiano y judíos convivieron en el Reino de Aragón sin problemas a pesar de sus diferencias culturales, religiosas y gastronómicas. Los usos alimentarios fueron el rasgo más diferenciador, pero algunos aún perviven en la cocina aragonesa".
El cronista Al-Qalqasandí describía la inmensa mancha verde que se extendía más allá de los límites de la ciudad de Zaragoza como una mota blanca en el centro de una gran esmeralda; así era en el año 714, cuando se incorporó al dominio musulmán. Los árabes eran expertos labradores, tenían un especial ingenio para los riegos y el cultivo de la tierra, y acabaron desdoblando los tres ríos que cruzaban la ciudad en numerosas acequias que salpicaban huertos y campos en un inmenso espacio a la redonda: «Quien no tiene moros no tiene oro», decía un proverbio. Por el contrario, los judíos, instalados en territorio aragonés desde el siglo IV, eran gentes de libro y su actividad se ceñía fundamentalmente al comercio, los oficios y las transacciones económicas y mercantiles. Entre los judíos había una agricultura de pequeña propiedad dedicada al autoabastecimiento. Pan, carne, vino y el pescado de los ríos, eran los alimentos fundamentales en la dieta cotidiana de ambos pueblos, lo mismo que en la de los cristianos, pero a éstos les faltaba imaginación y gusto para amasar las harinas y marinar las carnes con especias.
TRADICIÓN GASTRONÓMICA
La materia prima de la cocina aragonesa, da igual mora, judía que cristiana, parte de unos productos nada presuntuosos, nobles de origen, pero poco refinados si exceptuamos las verduras, frutas y hortalizas de las vegas de los ríos. El origen primitivo de la cocina aragonesa es un condumio tan poco elaborado que en escritos fechados antes del Renacimiento se acusaba a los Reyes del Reino de Aragón de comer como pastores.
La elaboración de la cocina cristiana era algo tosca, si tenemos en cuenta que los aliños se hacían con sebo de cordero o manteca de cerdo (lardo), ya que el aceite no entró en las cocinas hasta el siglo XII. Los tiempos de cocción de los alimentos dejaban mucho que desear, ya que se medían por rezos: desde tres credos a un rosario pasando por un padrenuestro. Todavía hoy, el punto exacto del huevo pasado por agua exige un credo. Lo que no está establecido es el ritmo del rezo, lo que deja el punto de cocción del huevo al grado de devoción del cocinero.
Con los mismos ingredientes, los usos alimentarios de moros, judíos y cristianos en Aragón fueron un rasgo diferenciador. La Torah establecía la prohibición de tomar una serie de animales por razones higiénicas (el conejo era portador de enfermedades); psicológicas (despreciaban las especies con instintos de crueldad), y morales (despreciaban la ingesta de sangre porque entraña pecado de idolatría). Las morcillas y la pepitoria de cordero no fueron legado de los judíos.
La cocina árabe también establecía una rigurosa reglamentación de prohibiciones, que afectaban especialmente al vino y al cerdo. No es extraño que los tres pueblos, que convivían sin problemas, tuvieran sus propios mercados y sus propias carnicerías. Antonio de Lalaing, que viajó en 1501 con el séquito de Felipe el Hermoso y describe paso a paso sus andanzas por Calamocha y Caminreal, se maravillaba de que los mudéjares no comieran carne de cerdo: “Ni beben vino por mandamiento de Mahoma”.
Esto no impidió que árabes y judíos dejaran su santo y seña en la cocina aragonesa de hoy, asentada sobre las bases de la cristiana. Las técnicas culinarias en la cocina cristiana eran muy rudimentarias si las comparamos con las que se practicaban en los fogones árabes, en los que las carnes y las especias se amalgamaban con auténtica devoción, lo mismo que las harinas y los pescados: el hojaldre de trucha, tal como lo degustamos hoy, presidía las mejores mesas de la Zaragoza musulmana. En las cocinas judías también se desarrollaba un cierto esmero a la hora de cocinar las verduras y envolver con masas muy trabajadas carnes y confituras: las empanadillas, que admitían la dualidad dulce y salada y se consumían como postre o plato principal, siguen presentes hoy en día, ya sea en forma de empanadas o dobleros y empanados rellenos de nueces, miel o confituras.
El uso culinario que los cristianos daban a las carnes en la Edad Media no pasaba de un humilde asado al espedo, lo que exigía una buena musculación para engullir la carne de caza, por ejemplo. Sin embargo, el buen hacer de los árabes en la cocina fue perfeccionando poco a poco el asado en los fogones cristianos.
A diferencia de los cristianos, los árabes no abandonaban al fuego la carne de venado: la preparaban en grandes ataifores de loza con salsa de pimienta, orégano y perejil, guarnecida con ajos, pasas y guisantes. Corral describe unas sofisticadas alas de pollo, rellenas de higaditos encebollados, y una carne de cordero frita con queso y anisetes, previamente marinada con agua de menta y coriandro fresco, y aderezada con mantequilla. Las truchas se braseaban con espliego y romero.
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